REFLEXIÓN DOMINICAL

Domingo 33 Tiempo Ordinario, Ciclo A, 2020

General - Comunidades Eclesiales14/11/2020 Mario Daniel Fregenal
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El domingo que viene concluiremos nuestro año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Hoy Jesús cuenta en una parábola que “El Reino es como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes (...) a cada uno según su capacidad”. Jesús ya inauguró el Reino y nos elige para caminarlo con él hacia su plenitud, enriqueciéndonos con dones y carismas. 

En este contexto de finalización de un ciclo, poniendo la mirada ya en la venida de Cristo, y en el Reino que se nos confió continuar, dejando que crezca; debemos apartarnos de cualquier imagen amenazante de Dios, distorsionada de aquel Abbá bueno del que largamente habló Jesús, para lograr contemplar a un Papá que confía en cada uno de nosotros. Nos confía lo que es suyo, sus bienes, su misma Vida hecha carne en su Hijo Jesús. Nos da a cada uno de nosotros sus talentos, son suyos y nos los da. 

¡Qué buena noticia! Todo don, carisma, talento, riqueza que puedo llegar a tener, es mío porque es primeramente de él. Él me lo comparte. Entonces cuando la gente me lo agradece, en vez de avergonzarme, es para que juntos demos gracias a Dios. Además este Señor de la parábola no deja a nadie sin talento, a todos reparte. Por tanto, es indispensable en nuestra misión descubrir el propio don para ponerlo al servicio del bien común, para hacerlo fructificar. Dios es tan conocedor de nosotros que da a cada uno según su propia capacidad, no quiere que nadie se sienta sobrecargado (darle cinco al que sólo puede con dos) o frustrado por no poder con la misión. Su “carga es liviana” y sabe qué le pide a cada uno porque lo conoce. ¡Qué hermosa enseñanza! Él es tan respetuoso de los procesos, de los momentos de la vida de cada uno, de las capacidades y carismas personales. Nosotros, en cambio, muchas veces tendemos a homogeneizar, exigir a todos lo mismo sin importar sus historias. Este Dios no hace diferencia entre nosotros a la hora de premiar. No hay mérito: tanto el que produjo cinco como el que produjo dos tienen la misma recompensa: pasar a festejar con él. ¿Soy consciente de su mirada? ¿Soy consciente agradecidamente de mi don? ¿Respeto los dones de mis hermanas y hermanos y confío en ellos? 

Desde esta imagen de Dios que, en y con Jesús, nos hermana para continuar caminando el Reino, todos, absolutamente todos, tenemos algo para dar. No por nosotros, sino por él que es gratuitamente generoso y fiel. Tanto es su amor y tanta su confianza para con nosotros que, si lo conocemos de verdad y lo contemplamos como se quiso presentar en medio nuestro, genera lo mejor de nosotros, potencia aquello que cada uno puede dar. Su confianza engendra confianza o, como decía Santa Teresa, Amor saca amor. ¡Cómo no trabajar a fondo por el que me confía lo suyo para que lo administre desde lo que yo soy! ¡Cómo no arriesgar si es él el que se arriesga conmigo! ¡Cómo no buscar ser responsable en mi misión arriesgando, si de mí dependen muchos y muchas para que se acerquen a él y, descubriendo sus propios dones, comprendan que son valiosos a sus ojos! Bajo su contemplativa mirada y su amorosa confianza, todos los intentos son victorias, todo camino, meta, y toda ‘arriesgada’, ganancia. 

Prefiere que arriesguemos los dones suyos que nos confió, aunque podamos perderlos, antes que conservarlos estérilmente y por miedo. ¡Cuánto para repensarnos como Iglesia! Resuena lo de Francisco: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.” (EG 49) O por no arriesgar el don o talento. Porque, admitámoslo: es más fácil no complicarse poniendo en juego la propia riqueza para refugiarse en la tentadora comodidad; pero también hay que sentenciar que esa actitud conduce indefectiblemente a la amarga y quejosa infelicidad.

Volvamos la mirada a todo el Evangelio. Allí tenemos la mejor noticia de un Dios que se hace rostro, pisada y camino en Jesús de Nazaret. Esa mirada -suya y nuestra- lo cambia todo. Porque cuando no nos sentimos contemplados amorosamente por el Padre de Jesús y nuestro, se nos viene la imagen del Dios exigente, juez universal, severo y duro. Es lo que le pasa al tercer servidor, cuya excusa fue: “tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!”. Cuando no vemos el rostro de Dios  que en Jesús de Nazaret se manifestó cristalino, comprometido a fondo con la humanidad; cuando aplicamos a Dios categorías nuestras como severidad, castigo, dureza, justicia imparcial y, por tanto descomprometida, entonces aparecen el miedo, la exigencia, el rigorismo con la contracara de voluntarismo y la sensación de nunca llegar; y junto con ello también el replegarnos, preferir conservar que arriesgar, enfermarnos. ¡Pero si lo que Dios mas quiere es que me la juegue porque allí está la felicidad mía, suya y de los demás! Basta que lo intente, que arriesgue, me la juegue, y ya soy admitido a participar de su fiesta. Dejemos de lado nuestros miedos, comodidades, perezas, faltas de iniciativas; volvamos la mirada al Dios de Jesús, Papá bueno y amoroso, que nos conoce, nos confía su Vida, y démoslo todo. Su mirada nos hace poder. Seamos también nosotros sus ojos para generar posibilidades en los demás.

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