
Dios es un misterio de comunión y de amor.
El misterio de Dios consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es menos que amar. ¡Recibir amor es también divino!
Sólo sé quién soy a la luz de la entrega de Jesús, allí veo lo más lindo que tengo.
General - Comunidades Eclesiales14/03/2021 Mario Daniel FregenalEn este 4to domingo de cuaresma, comenzamos leyendo, y de algún modo adelantando la Pascua: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”. La serpiente que Moisés elevó en el desierto era sanación para todos aquellos que habían sido mordidos por las serpientes abrasadoras (Nm 21, 4-9). Apelando a la memoria de ese episodio de la vida del pueblo, Jesús anticipa su pasión, muerte y resurrección. Ahora es su elevación en cruz a la vista de todos y su exaltación por el Padre, que confirma su misión de Hijo, resucitándolo, la que nos salva, la que nos da la vida definitiva, eterna. Creer en esa entrega por amor nos salva. Adherir al proyecto del Reino, siguiendo a Jesús, entregándonos nosotros, también es salvación.
Porque cada vez que levantamos la mirada hacia la cruz y creemos en ese que lo dio todo, que se dio por completo, sin reservas, somos sanados de las mordidas del individualismo, del sálvese quién pueda, de la indiferencia, del dejar las cosas como están y de todo lo que condena al ser humano a una existencia mezquina. Jesús murió injustamente por llevar hasta las últimas consecuencias el Reino de su Padre Dios, abriéndonos así las puertas de una vida con mayúsculas, plena, feliz, hermanada.
Creer en el Hijo amado del Padre, entregado en cruz por amor, es salvación. La cruz bien vale la vida.
Qué bueno es que, si llegaste leyendo hasta acá, te hagas ese signo tan sencillo y cotidiano de la señal de la cruz, lentamente, pensando que por vos Dios es capaz de darlo todo.
“Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único”. Desde esta certeza tan honda de Jesús se entiende la reacción del domingo pasado. Nuestro Dios no pide sacrificios ni holocaustos, sino que se da. Lo que le damos es respuesta a tanto amor dado, pero siempre la iniciativa amorosa es del Padre. Es Él quien nos ama tanto que se nos entrega en su Hijo, se pone a nuestro servicio, nos invita a vivir la aventura del Reino buscando que los últimos sean primeros, los pobres se sientan privilegiados; que en la mesa nadie se quede sin lugar, eliminando las barreras que nos separan y luchando por la felicidad de todos y todas. La cruz es el desenlace de una vida hecha toda ella don y entrega amorosa de sí. Esa entrega del Padre en el Hijo por amor a nosotros es la máxima revelación de Dios. Allí se palpa crudamente y sin vueltas el amor del Padre Dios por cada uno de nosotros, y hasta dónde es capaz de llegar. Sabernos amados de ese modo nos hace salir de nosotros mismos a dar vida, entregarnos, amar; eso es salvación, vida, plenitud, realización, santidad, compromiso, felicidad. Por el contrario, no tener fe en Dios, no saberse de tal manera amado, no creer en esa entrega por amor, vivir preocupado únicamente por uno mismo desentendiéndose de los demás, es una existencia condenada, egoísta, mezquina. ¿Cómo ser testigos luminosos para que otros y otras crean? ¡No me puede dar lo mismo! El creer salva, me hace reconocerme hijo o hija, y hermano o hermana, y el no creer determina una existencia condenada, sola, vacía; sin hermanos ni hermanas, por lo tanto sin Dios.
“La luz vino al mundo”. Esa entrega por amor, como toda entrega por el Reino en la que se actualiza la pascua de Cristo, es luminosa. El simbolismo de la luz lo encontramos ya presente en el prólogo de Juan, con su matiz de cruz (las tinieblas no la recibieron). Jesús es luz, su entrega en cruz y toda entrega es siempre luminosa. ¡Cuántas personas conocemos cuya entrega irradia brillo y color en nuestras vidas y en las de los que se encuentran con ellas! Es tan lindo estar cerca de gente entregada, que se da sin reservas! Tantos testigos luminosos a lo largo de nuestra vida nos ayudan a ver más claro el camino y a comprometernos en ser más luz para los demás.
En la medida en que me acerco a Jesús, luz del mundo, y a aquellos testigos luminosos, veo más iluminado mi camino y mi ser más profundo, ese sin filtros ni máscaras, ese amado por el Padre Dios. Pero cada vez que me alejo de él, mi imagen se oscurece, me veo deformado por el pecado, distorsionadamente; de hecho, si estoy mucho tiempo lejos de la luz me olvido poco a poco quién soy y para qué estoy. Sólo sé quién soy a la luz de la entrega de Jesús, allí veo lo más lindo que tengo. Lejos de su entrega luminosa, me desconozco hijo de Dios y hermano de todos.
Te damos gracias, Jesús, por tanta gente luminosa en nuestra vida. Te pido, Señor, estar siempre cerquita tuyo y no oscurecer lo más genuino mío con mi pecado, mi egoísmo, mi mezquindad, sino ser un testigo luminoso de tu pascua, que invite a otros y a otras a creer cuánto nos amás.
El misterio de Dios consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es menos que amar. ¡Recibir amor es también divino!
La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo.
Bendecir es aprender a vivir desde una actitud básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la indiferencia.
El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona.
Una comunidad basada en la «amistad cristiana» enriquecería y transformaría hoy a la Iglesia de Jesús. La amistad promueve lo que nos une, no lo que nos diferencia. Entre amigos se cultiva la igualdad, la reciprocidad y el apoyo mutuo.
Jesús no impone nada. No fuerza a nadie. Llama a cada uno «por su nombre». Para él no hay masas. Cada uno tiene nombre y rostro propios.
El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona.
Sólo un amor comprometido como fuerza lógica y mancomunada puede contrarrestar la sin-razón de un proyecto odio-violencia.
Bendecir es aprender a vivir desde una actitud básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la indiferencia.
La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo.
El misterio de Dios consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es menos que amar. ¡Recibir amor es también divino!