En Jesús saciamos nuestra sed de sentido.

A Jesús lo encontramos y mostramos, cuando compartimos la propia experiencia de encuentro y seguimiento.

General - Comunidades Eclesiales21/03/2021 Mario Daniel Fregenal
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En este 5to domingo de Cuaresma nos encontramos con Jesús, ya en Jerusalén en la última Pascua de su vida. Lo que leemos hoy, está inmediatamente antes de la última cena.

A esa fiesta también suben unos griegos, cuya inquietud resume todo lo que queremos compartir hoy: “Señor, queremos ver a Jesús”, le dicen a Felipe, quien recurre a Andrés y ambos van a decirle a Jesús. Pensaba en la actualidad del pedido; hay tanta sed de Dios. ¿O acaso en pandemia no experimentamos que mucha gente buscó aferrarse más a la fe?; ¿La serie ‘Jesús’, más allá de todo, no fue de lo más visto en su horario? Nuestros jóvenes, en sus reclamos y búsquedas, en sus ansias de ideales, ¿no tienen derecho a encontrar en Jesús la mejor noticia? Tanta gente hoy a su modo, muchas veces angustiosamente, otras manifestando un aparente rechazo, también nos dice: ‘queremos ver a Jesús, llévennos a él, por favor, lo necesitamos’. A la luz de la palabra de hoy, se me ocurren algunos lugares donde encontrar a Jesús y poder mostrarlo a quienes tienen necesidad de Él.

En primer lugar, la entrega, el dar la vida. Jesús, sabiendo la gravedad del momento, responde que ya “ha llegado la hora” de la glorificación. Llegó el momento de ser grano de trigo entregado y echado en tierra para dar fruto. Pero no sólo él, sino todos los que pretendemos ser sus discípulos y discípulas, debemos entregar la vida cotidianamente: “el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna”. En la entrega cotidiana, hacemos presente a Jesús y lo mostramos. Una vida desapegada en pos de ser pan para los demás, ya es eterna, definitiva, vida de Dios en nosotros. Todo lo contrario a una vida apegada, mezquina, egoísta.

También, en la vida de la comunidad. Los griegos llegan a Jesús a través de Felipe, quien recurre a Andrés para ir, juntos, a Jesús. Una comunidad de pecadores, llamados y perdonados, como nosotros. Sabemos que Jesús, a pesar de estar rodeado de sus discípulos, con quienes va a cenar por última vez, está existencialmente sólo. A Jesús también lo encontramos en la comunidad que somos, con nuestras luces y sombras. Porque queremos estar cerquita suyo, pero a veces nos alejamos de él, o entre nosotros. También los discípulos, cuando llegue la cruz, se dispersarán, dejándolo solo y separándose entre ellos. Jesús dice: “donde yo esté, estará también mi servidor”. Somos discípulos y servidores con otros, caminantes con Jesús aún sin tener todo claro, portadores de miedos e inconstancias, al igual que Felipe, Andrés y el resto. Pero queremos andar con él y llevar hacia él a muchos hermanos y hermanas. Entonces, Jesús está entre nosotros, y así lo mostramos.

En tercer lugar en la oración. A Jesús lo encontramos y mostramos en esa oración que busca y discierne la fidelidad a la propia misión. Jesús, más allá de la agitación y turbación del momento, ora y discierne con el Padre cómo ser fiel a su ser más profundo, aunque eso provoque miedo y turbación: “Si para eso he llegado a esta hora”. Cada vez que propiciamos encuentros profundos de oración y discernimiento, para ser más fieles a Dios y a nosotros, aunque eso conlleve muchas veces un sufrimiento pasajero pero con vistas a una vida más plena, y por lo tanto más fiel, mostramos a Jesús.

Por último, y quizá lo primero que me surgió en oración, a Jesús lo encontramos y mostramos cuando compartimos la propia experiencia de encuentro y seguimiento, y cuando, como comunidad, somos memoria del paso de Dios por la vida de los demás compañeros de camino, queriendo encender el fuego primero, sobre todo cuando éste, en Jerusalén y en clima de fría hostilidad, tiende a entibiarse.

Felipe y Andrés, son los dos primeros discípulos en el evangelio de Juan, a quienes Jesús les dijo “Vengan y vean”, y que recordaban hasta la hora del encuentro. Hoy, nuevamente aparecen ellos dos. Ahora son otros los que también quieren ver a Jesús, pero el clima es totalmente otro, ya no de esperanzas y fiesta, sino de enemistad, cruz y rechazo. 

Felipe busca a aquel compañero de sueños y búsqueda, con el que compartía las ansias de Dios, el querer ver a Jesús, y ambos van otra vez como aquella tarde hacia Él, quizá haciendo memoria de ese encuentro imborrable y decisivo. Recurre al compañero de los inicios, del encuentro que lo cambió todo, al testigo de los sueños e ideales iniciales, otrora tan claros, pero también testigo de la propia experiencia de Dios a lo largo del camino. 

¡Qué hermoso es ser una comunidad memoriosa del fuego del comienzo! Sobre todo en Jerusalén a unos pocos días de la entrega en cruz y la dispersión. Cuando llegan las horas más oscuras, que podamos recordarnos unos a otros el para qué estamos y hacia quién vamos. Sólo en Jesús saciamos nuestra sed de sentido, y así, memoriosos, nos comprometemos acercar otros sedientos a Él.

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