Dios, que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos.

Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura.

General - Comunidades Eclesiales18/10/2025José Antonio PagolaJosé Antonio Pagola
viuda reclama justicia 1

HASTA CUÁNDO VA A DURAR ESTO?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un «juez» al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. «No teme a Dios» y «no le importan las personas». Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.

La «viuda» es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica, estas «viudas» son, junto con los huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.

La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su «adversario». Toda su vida se convierte en un grito: «Hazme justicia».

Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a más.

Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios, que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, «¿no hará justicia a sus elegidos, que le gritan día y noche?».

La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?

De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hemos de confiar; hemos de invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarnos; hemos de «gritarle» que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

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