II Domingo de Navidad

Palabra amorosa, que se encarna en nuestro mundo, camina a pies descalzos nuestro barro.

General - Comunidades Eclesiales03/01/2021 Mario Daniel Fregenal
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En este domingo segundo del tiempo de Navidad, volvemos a leer el evangelio que compartimos el día 25, conocido como el prólogo de Juan, que nos presenta a Jesús, Palabra decidora del Padre. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba dirigida a Dios, y la Palabra era Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra... En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Jesús, Palabra creadora, que es profundo diálogo de intimidad amorosa entre Padre e Hijo; Palabra que revela al Padre, y crea, que genera cosas nuevas, que despierta dinamismos de vida.

Juan comienza el evangelio con la expresión, “Al principio”, remontando a sus oyentes al inicio de todo, a la creación, al Génesis, en donde Dios crea a través de la Palabra (“Dijo Dios”). De hecho la primera de las obras creadas es la luz, y este Hijo-Palabra, nos dice Juan, es vida y luz.

En estos primeros días del año, ¡qué importante recrear con nuestras palabras a Jesús, Palabra-creadora-de-vida del Padre! ¿Cómo? También pronunciando nosotros, en nuestras familias y con los que compartimos camino, palabras llenas de luz y vida, creadoras de realidades luminosas y vitales, vencedoras de complejos, caos y tinieblas de muerte, y generadoras de vida y aire fresco.

Un ‘te amo’ expresado a tiempo a un hijo, o ‘estoy feliz porque lo intentaste’ pueden desatar innumerables dinamismos de vida y creación. Por el contrario, una palabra mal dicha, dañina, oscura, puede pisotear el brote, destruir personas, generando traumas difíciles de superar,  realidades oscuras, de muerte. ¡Jesús, Palabra de vida, ayudanos a expresarte amorosamente entre nosotros, con nuestras palabras, en todo lo que hagamos!

“las tinieblas no la   percibieron... el mundo no la conoció... los suyos no la recibieron”. El prólogo de Juan nos narra el drama de amor del mismísimo Dios, vivido en Jesús, Palabra definitiva y vital del Padre. Tantos intentos de Dios, por hablarnos, encontrarnos y revelársenos. Crea por amor, disipa las tinieblas, nos envía mensajeros, nos hace su pueblo, hace de nuestra historia, la suya, Historia de Salvación. Pero en la plenitud de los tiempos, deja de revelarse por medio de enviados y lo hace por medio de su Hijo, Palabra amorosa, que se encarna en nuestro mundo, camina a pies descalzos nuestro barro, se presenta como uno más entre nosotros, y de tan cercano y humano, nosotros no lo conocimos, no nos abrimos a hacer experiencia de su amor incondicional, de su cercana y sanadora presencia. Pero Dios, a la hora de amar, no se deja vencer por nuestras cerradas oscuridades, y, cuando cualquiera hubiera dicho ‘ya está, lo intenté’, el Padre insiste y se dirige al Pueblo que se fue preparando para desde allí derramar su salvación a todas y todos. “Vino a los suyos”, al pueblo judío. “y no lo recibieron”. Pero también podríamos parafrasear: ‘viene a su Iglesia, a veces con toda su frescura y sencillez, y otras tantas, necesitado de amparo y amor, y sin embargo, seguimos sin recibirlo tal y como se quiso presentar. Seguimos sin recibir la Palabra dándole el protagonismo que se merece, hablando más nosotros; seguimos sin recibirlo necesitado de ayuda, poniéndole horarios y requisitos; seguimos sin recibirlo inconteniblemente dinámico y desafiante, refugiándonos en nuestras estructuras; nos cuesta seguir su camino de periferia y colores, aferrándonos a nuestras grises seguridades con candados y llaves’. ¡Jesús, que te recibamos dejándonos abrazar por tu amor que es el del Padre bueno y nuestro!

“La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Por último, el Hijo, Palabra entrañablemente cercana del Padre, puso su tienda junto a la nuestra, “plantó su carpa entre nosotros”. La tienda, la carpa, es el lugar por excelencia de la presencia de Dios junto a su pueblo. La Palabra acampó con nosotros, se animó a todo, incluso a compartir nuestra humanidad y nuestras cosas para encontrarnos, para abrazarnos y conducirnos a la felicidad compartiendo la vida con los últimos, para así ser “santos e irreprochables, en su presencia por el amor”. ¡Gracias Jesús por tanto!

La Palabra se hizo fogón y campamento, mateada interminable en la intimidad de la noche, vino eterno, amigo de balances y confidencias, para hablarnos del Padre bueno e insistidor, ‘emperrado’ -si se me permite- en nuestra salvación, en amarnos y hacernos felices. Y así, en esa carpa nos hospeda con él, nos recibe, nos desinstala, invitándonos a la austera sencillez 

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