"Permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes”.

Celebramos que su Vida bajó a nosotros, a habitarnos para siempre. Se nos dio él mismo y nos invita a ser felices dando fruto, amando, sirviendo, acompañando, dignificando, sanando, hermanando, siendo Él.

General - Comunidades Eclesiales02/05/2021 Mario Daniel Fregenal
La Vid

Continuamos celebrando la Pascua, fiesta de la Vida que vence la muerte, fiesta que nos involucra profundamente. Porque esa vida resucitada se derramó en nosotros y nos habita poniéndonos en movimiento.

Jesús al resucitar, no nos da ‘algo’, no saca de su bolsillo una vida distinta de sí que nos da a modo de limosna, por más valiosa que sea. No nos da una vida ajena a la suya sino su misma vida inconteniblemente resucitada y resucitadora. Eso lo expresa inmejorablemente con la imagen de la “vid y los sarmientos”: su vida permanece para siempre en nosotros, y desde ese don -su vida en nosotros-, él nos pide que permanezcamos en él, en su vida divina, en su amor. Dentro nuestro circula la vida de Dios, que es amor: “permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes”. 

En Pascua no celebramos tanto que Jesús abrió las puertas del cielo y nos da la entrada libre para los que intentamos seguirlo, o que nos da una llave para abrir dicha puerta, o que nos da una posibilidad de salvarnos. Sino que celebramos que su Vida bajó a nosotros, a habitarnos para siempre. Se nos dio él mismo y nos invita a ser felices dando fruto, amando, sirviendo, acompañando, dignificando, sanando, hermanando, siendo Él. Por eso cuando amamos, servimos, nos damos, experimentamos una felicidad incomparable. Precisamente porque estamos dando fruto. Y sólo damos fruto, nos realizamos, somos felices, si permanecemos en Jesús. Sin Él nada podemos hacer. 

Si la vida resucitada de Dios, que es amor vencedor, circula dentro nuestro, como la savia de una planta; dar fruto es amar, es decir, continuar haciendo realidad el Reino a través de nuestro modo personal y comunitario de ‘ser Jesús’, prolongando con nuestro servicio, su entrega amorosa en pos de un mundo más humano. Dar fruto es lo único necesario para ser feliz. Por lo tanto, mi esterilidad, infecundidad -cuando no doy fruto-, hace que me vaya secando, empequeñeciendo, fosilizando, amargando la existencia. Pero no sólo yo me voy muriendo, sino que perjudico además a toda la planta, a todos los que intentamos permanecer en el que siempre permanece. La Vida de Jesús, vencedora de toda muerte, reclama dar fruto en patios, geriátricos, misiones, hogares, cottolengos, comedores, barriadas, periferias. Allí está la felicidad. ¿Acaso no lo experimentamos? Quizá nos falte dar más testimonio de cuán felices somos sirviendo, para que haya más personas que, conscientes de ser habitadas por Jesús, produzcan frutos de felicidad compartida.

Por último, “(el Padre) corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía”, si sucede que no estoy dando fruto, y en el fruto está mi felicidad, debo ver qué debo podar de mi vida. Claro que la poda duele, es un desmembramiento, un desgajarse, significa cortar con algo o alguien, exige desprendimiento; pero si está en juego mi felicidad, que es la vida de Dios expandiéndose en y a través de mi vida, mis modos, mis gestos, debo cortar o pedir a Dios que pode en mí eso que me seca. Pensemos qué cosas, situaciones, personas, circunstancias, apegos, me quitan vida, energía, frenan la vida de Dios en mí, esterilizan mi amor o secan la Vida resucitada de Dios. Qué cosas hacen que no permanezca en él, me alejan de él y la comunidad; me hacen esquivar encuentros sanadores, rostros luminosos o espacios que son bendición.

Para dar fruto (o más fruto) podemos esas conductas, actitudes, apegos que retacean nuestra entrega, que nos alejan del amor entregado, que generan en nosotros dependencia, cuando la Vida resucitada es incontenible. Cortemos con esas personas que no dan oxígeno, que asfixian. Busquemos sanar o mejorar las relaciones que se volvieron tóxicas. Pero cuando no se puede, y pierdo vida, el camino es cortar. Cortar con esos consumos problemáticos que nos alejan del resto.

No lo olvidemos, está en juego nuestra felicidad y la de los demás. El único necesario es Dios, y los que nos lo transparentan, y él nos quiere libres y luchando por la libertad de los demás. 

Dios permanece irrenunciablemente en nosotros, no puede podarnos ni cortar con nosotros. Pero esa vida dentro nuestro empuja para resucitar en nosotros y, a través nuestro -de nuestras opciones, de nuestro modo personal de ser Jesús, de nuestros frutos de vida compartida-, resucitar en tantas situaciones, personas y espacios que se están acostumbrando a la muerte y tienen derecho a recibir de nosotros la Vida de Dios. Desde allí, podemos lo que nos seca, lo que nos quita vida y energías, lo que no nos deja ser felices dando fruto con nuestro personal modo de ser y vivir en Jesús.

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