JESÚS NOS ENSEÑA LA MEDIDA DEL AMOR

Jesús amó acariciando dolores, defendiendo a los últimos, sanando heridas, perdonando culpas y pecados, anunciando a su Papá bueno, visitando amigos, comiendo y riendo con ellos; trabajando con sus manos, dignificando a los más postergados, acortando distancias, derribando muros. Este amor por nosotros es incondicional: Él no nos pone ‘peros’, requisitos ni condiciones.

General - Comunidades Eclesiales09/05/2021 Mario Daniel Fregenal
Jesús Amor

El evangelio de este domingo nos habla de la clave de todo: el amor.

Jesús está al final de su vida, se encuentra en la última cena, con sus amigos, horas previas a su entrega definitiva en cruz. En ese clima, tan sagradamente íntimo, les dice y nos dice: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes”. Jesús nos ama a nosotros, con el fuego del Espíritu, que es el amor con el que Padre e Hijo se aman. Amor vencedor del odio, del pecado y la muerte, y origen de nuestro modo de amar. Por eso es interesante y necesario ver el modo de amar del Padre Dios. No es un amor sobreprotector, paternalista o posesivo. No es un Padre que va a castigar a aquellos que quieren atentar contra la vida de su Hijo. Es un Padre que ama gratuita e incondicionalmente a todas sus hijas y a todos sus hijos, y los respeta, buscando que se encaminen hacia la entrega más plena y genuina del propio ser por amor, para que todos vivamos hermanadamente felices. Es así que, conociendo el corazón hermoso de su Hijo y, aunque le duela su destino, respetará hasta las últimas consecuencias su decisión de darlo todo. El Padre Dios siempre ama, respeta, acompaña y sostiene la entrega de Jesús, su misión de dar fruto. Su amor no le va a ahorrar inconvenientes, problemas, cruces al Hijo amado. Sino que su amor se manifiesta impulsando, cuidando, confirmando, sosteniendo y animando la fidelidad de su Hijo a su proyecto, a su entrega, a su ser más profundo, a su amor. Porque el amor siempre da lugar, es libertad, respeto y compromiso. ¡Dios ama nuestra entrega! Así debemos amar. Tanto para ir aprendiendo.

“Permanezcan en mi amor”, “ámense como yo”. Jesús nos enseña la medida del amor, cuya fuente desbordante es el Padre y cuyo amor se derrama hasta nosotros a través del Espíritu. La medida es Jesús, pero no abstractamente. Jesús amó acariciando dolores, defendiendo a los últimos, sanando heridas, perdonando culpas y pecados, anunciando a su Papá bueno, visitando amigos, comiendo y riendo con ellos; trabajando con sus manos, dignificando a los más postergados, acortando distancias, derribando muros. Este amor por nosotros es incondicional: Él no nos pone ‘peros’, requisitos ni condiciones. Por lo tanto, permanecer en ese amor es lo que más nos conviene. Porque significa que a pesar de lo que hagamos seremos eternamente amados gratis. En ese amor estamos, permanecemos, habitamos y, sobre todo, arriesgamos, sin impacientarnos por los resultados y sin bajar los brazos por los fracasos, con la certeza de sabernos amados siempre. Sentir ese amor en nosotros nos hace deshacernos en mil intentos de amar.

Amados de tal modo, nos arriesgamos en la aventura de amar y servir, cayéndonos, levantándonos, golpeándonos, accidentándonos pero siempre intentando ser fieles al propio ser, para poder dar frutos, porque en el fruto está nuestra felicidad. Animados por la seguridad que habitamos el amor de Jesús, que es el del Padre, que sostiene nuestra entrega como Él sostuvo la suya.

“No los llamo servidores. Ustedes son mis amigos”, dice Jesús a los suyos. ‘Con ustedes compartí todo, les hablé de mi Papá bueno y de su amor terco por nosotros, reímos de alegría hasta las lágrimas al ver cómo el Reino iba creciendo entre los pobres, les compartí mis ansias profundas de una entrega sin reservas por este Reino de vida plena para todas y todos. Ustedes conocen mis angustias y miedos ante el futuro no tan lejano; mis lágrimas por Jerusalén y cuánto me enamoran los gestos sencillos. Mi madre es su Madre. ¡Con nadie compartí así mis utopías por un mundo más humano!’. Todo eso y mucho más nos invita a contemplar la palabra “amigos”. Y, por las dudas nos quiera asaltar la culpa, por si acaso apartamos un segundo nuestros ojos de los suyos, para mirarnos a nosotros, nuestra culpa y nuestro barro, antes que le digamos que no lo merecemos, que somos pecadores, que él se merece amigos mejores, nos advierte: “no son ustedes los que me eligieron a mí sino yo el que los elegí a ustedes”. Porque así es el amor: ama sin más.

Jesús, nos aceptás incondicionalmente. Vos y tu Papá bueno son para nosotros casa que siempre recibe. Sentados a la mesa con vos, haciendo memoria del camino andado, desde que nos invitaste a compartir la vida: “vengan y vean”, recordando el brillo de tus ojos cuando te contábamos la felicidad de ser parte de tu misión, vemos cuánto nos amás, Jesús, y cuánto apostás y seguís apostando por nosotros. Por eso nos garantizás tu amor, para que no temamos intentar, arriesgar, incluso errar, con tal que nos lancemos mar adentro.

¿Cómo no permanecer en vos si sos el mejor lugar? ¿Cómo no responder con Pedro: “¿a dónde vamos a ir si vos tenés palabras de Vida eterna?” ¿Cómo no levantarnos rápido de nuestras caídas para abrazarte y volverlo a intentar? En esta amistad, permaneciendo en tu amor que es el del Padre, damos fruto, siendo felices amando y sirviendo.

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