La peor tempestad es la falta de fe, una fe adormecida.

Porque siempre aparecerán en la misión los vendavales de las fuerzas enemigas que se oponen a la buena noticia de Jesús (“silencio, cierra la boca”, dice Él). A todas y a todos esta pandemia nos está haciendo remar más de lo impensado.

General - Comunidades Eclesiales20/06/2021 Mario Daniel Fregenal
Tempestad y Fe

“Ese día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: ‘Crucemos a la otra orilla’. Ellos (...) lo llevaron en la barca”. Esta sola frase puede resumir nuestra misión de ser Iglesia que, obediente, quiere llevar a Jesús por todos lados. Es Él quien quiere cruzar, y nos quiere consigo. Él, quien tiene la iniciativa de salir y dejar las ovejas que lo escuchaban atentamente, para ir a buscar a las que no se habían enterado que “el Reino se ha acercado”. Hay que animarse a cruzar con Él hacia la otra orilla, aún sin mucha preparación, incluso si casi es de noche, como en el evangelio de hoy, aunque el viento esté soplando fuerte y el mar se presente amenazante. Siempre mil excusas querrán que posterguemos la misión.

El anuncio del Reino no puede esperar. Todas y todos se deben enterar que Dios está queriendo reinar en nuestras vidas, y que quiere que nosotros le demos lugar y seamos sus sembradores, para que crezca la semilla del Reino. La misión es urgente.

Los discípulos, judíos ellos, están comenzando con Jesús este nuevo anuncio, el más necesario que ellos y los más desamparados escucharon jamás. ¡Cuántas resistencias habrán sentido en su interior por trasladarse a la Decápolis! Sea por el hecho de ir a una región pagana, como por dejar a la multitud que escuchaba con agrado a Jesús. 

Nosotros también, como los discípulos, a la hora de vivir este imperativo de ser “Iglesia en salida” tenemos nuestros reparos, nuestros ‘hasta acá’, poniéndole límite a este Dios que quiere cobijar bajo su sombra a “pájaros de todas las especies”. También tenemos nuestras ‘orillas de enfrente’ a las que no estamos llegando, o peor, no queremos ir: ‘todo muy lindo pero con esta gente, no’. También nos aferramos a nuestras seguridades de lo ya conocido, de lo que no nos desinstala demasiado, disfrutando de las ovejas que sí nos escuchan con agrado. 

Pidamos que, con Jesús podamos vencer nuestras resistencias para salir, desinstalarnos, arriesgar, accidentarnos, aventurarnos en la misión de llevarlo “al otro lado”, hacia lo desconocido, a donde ignoramos cómo nos recibirán y cuánta gente aceptará nuestra buena noticia. 

Pero no lo olvidemos nunca, siempre lo más importante de la misión es que Jesús sea el centro, el protagonista. No podemos adormecer su mensaje de Reino, de Vida plena. Él no es un viajante más al que puedo darme el lujo de llevarlo ignorado dentro mío, dormido, como recuerdo, como un tripulante pasivo, que simplemente está y que da lo mismo que esté o no esté. Pienso en tanta gente que fue feliz en los grupos parroquiales, que anunciaron valores, verdades, ideas, dinámicas, pero que ni bien pudieron dejaron la vida de la comunidad, Jesús se les fue durmiendo y sintieron la remaron solos, se cansaron y, ni bien pudieron, abandonaron. ¿Habrán sentido que Jesús estaba con ellos? ¿Se habrán encontrado con él? No anunciamos verdades o valores, anunciamos a alguien vivo en medio nuestro.

Porque siempre aparecerán en la misión los vendavales de las fuerzas enemigas que se oponen a la buena noticia de Jesús (“silencio, cierra la boca”, dice Él). A todas y a todos esta pandemia nos está haciendo remar más de lo impensado. Puede que nos vuelva a acechar la propia resistencia: ‘¿para qué salimos?’, o que comencemos a echarnos la culpa unos a otros. Nada de eso es tan grave como dejar dormido a Jesús resucitado en nuestras vidas. Olvidarnos que Él está con nosotros, que es a quien llevamos a los demás. Cuando aparece la tempestad o la tormenta, recurramos a Él que está esperando que le demos lugar en nuestras remadas, luchas, vendavales, misiones y anuncios.

“el viento se aplacó y sobrevino una gran calma”. Darle lugar a Jesús en nuestras vidas, luchas, tempestades, hace que podamos superarlas con Él. La peor tempestad es la falta de fe, una fe adormecida. Porque nos hace pensar que estamos solos y nos hace ‘arrugar’, acobardarnos enseguida. Con Jesús llegamos a buen puerto siempre, pero no para descansar sino para continuar anunciándolo. Pidamos este domingo confiar más en Jesús, poner toda nuestra vida en sus manos, enfrentar todas las tormentas que nos tocan, sabiendo que él tiene poder para hacernos llegar sanos y salvos a la otra orilla de la vida entregada. Seguramente nos mojaremos, nos cansaremos, pensaremos que el agua vence, que nos ahogamos por no dar más. Por eso pedimos confiar más en Él. Su presencia hace que, en la peor de las tempestades, sobrevenga una gran calma. Pero no para desentendernos de todo, la calma cristiana no es así. Sino para seguir remando hacia otros márgenes. Con la fe en que Jesús está con nosotros y nos sostiene pero para continuar. De hecho, la misma vida de Jesús y los suyos no fue “serena”, sino todo lo contrario. En lo inmediato, después de liberar a un poseído en “la otra orilla”, le rogarán se retire. Más al final del evangelio, Jesús padecerá la muerte en su afán de ser pan. Pero sólo ahí, en esa aventura de Reino y vida entregada, está la felicidad más profunda.

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