
La vida nueva en el Espíritu no significa únicamente vida interior de piedad y oración.
La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo.
Que como María y José vayamos a buscar a Jesús donde él permanece, en las cosas del Padre.
General - Comunidades Eclesiales26/12/2021 Mario Daniel FregenalHoy estamos celebrando el domingo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, familia hermanada desde el principio a aquellas más sufridas de todos los tiempos, por padecer gratuitamente todo tipo de sufrimientos e injusticias: no tener lugar, ser rechazados, pobres, sin techo ni calor de hogar, tener que escapar como fugitivos, ser perseguidos. En ellos, nuestras familias encuentran compañía, consuelo y esperanza.
La primera lectura nos encamina hacia la meta, estamos llamados a ser “semejantes” a Jesús; pero en el camino se nos asegura que ya “somos realmente hijos de Dios”, por lo tanto hermanas y hermanos entre nosotros y de Jesús, quien nos hizo hijas e hijos del Padre Dios. En el día de la Sagrada Familia, celebramos que somos familia de Dios. Entonces nadie tiene que estar solo, Cristo vino a hermanarnos. Desde esta certeza, y a la luz de lo que decía la primera lectura: “Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo han reconocido a él”, me pregunto: ¿Será que andamos divididos porque todavía no hemos reconocido a Jesús? Creer que Jesús es luz del mundo, es celebrar que vino a iluminar nuestras noches con su compañía cercana, pero también es creer que su luz ilumina nuestros rostros para que se refleje en cada uno de nosotros los rasgos de hijos e hijas del mismo Padre. Creo que Jesús vino para mí significa que no camino más solo. Sino que peregrino como pueblo junto a otras y otros. Toda la vida de Jesús fue anunciarnos ese Reino en el que Dios es nuestro Papá; de allí que creer en Él y su buena noticia tiene consecuencias prácticas: sabernos y comportarnos hermanos y hermanas, familia de Dios. Por si no nos queda suficientemente claro, termina la lectura que estamos meditando: “Su mandamiento es este: Que creamos en el nombre de Jesucristo, y nos amemos”. ¡Seamos verdaderamente familia de Dios! ¡Que Él esté orgullosos de las hijas y los hijos que tiene!
“debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”. Podemos encontrar en esta frase un resumen de la vida de Jesús, dedicarse al sueño de Dios, sus cosas, el Reino. En el evangelio lo vemos pequeño todavía, con doce años, pero decidiendo dejar partir su familia, para quedarse él en el Templo, ocupado en los asuntos de su Padre. El Templo y el Padre, allí vemos al jovencito Jesús. Ese fuego que lo habitaba, hará que se aleje de todo lo que signifique una vida menos hermana. De hecho, más de adulto, cuando ya el vino nuevo no pueda ser contenido en el odre viejo de la casa paterna, dejará a su familia de origen para hacerse un predicador callejero de la mejor noticia, en la que la familia se agranda y entran todas y todos, comenzando por los más pobres, y generando con ello la entendible enemistad de padres contra hijos e hijos contra padres. Pero no sólo rompe con la casa paterna; a medida que vaya descubriendo en su interior de qué se trata el sueño de Dios, también romperá con el Templo porque había hecho de la casa de su Padre una casa donde sus hermanos más pobres dejaban la vida para pagar sacrificios y holocaustos, todo lo contrario a la vida del Reino. Ser hermanos y hermanas de Jesús significa ir madurando nuestro camino de fe hacia una vida más hermanada, lo cual muchas veces implicará cortar con lo que atente con ese sueño del Padre Dios.
Desesperados, María y José al no encontrar a Jesús, “comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos... lo hallaron en el Templo”. Lo buscaban entre ellos, entre las personas de la familia, en esa caravana de gente vecina que se alejaba de Jerusalén y del Templo, y Jesús permanecía en las cosas del Padre. ¡Qué bella enseñanza para nuestras familias! ¡Cuántas veces nosotros también buscamos a Jesús exclusivamente entre los nuestros, los que ya conocemos, siendo buenos hijos, buenos padres que no dejan pasar necesidad, preocupándonos porque tengamos lo indispensable en casa, pero mirando puertas adentro de la familia únicamente. También pensemos en nuestras comunidades y esas actitudes que no nos hacen casa de puertas abiertas ni Iglesia en salida, dirigentes de grupo, comprometidos sólo por los que vienen; comunidades consagradas a las que no le afectan los dolores del pueblo; sacerdotes que no salimos sino que esperamos que la gente venga, buscamos que Jesús esté entre lo conocido, lo que no nos desafía; y Jesús está en las cosas del Padre, en una vida entregada y feliz, en una familia más grande, de más miembros, donde no me puedo desentender de ninguno, si es que me encontré con Cristo, luz del mundo, cuya luz me hace reconocer que las demás personas son mis hermanas y mis hermanos.
¿Nuestros jóvenes no están en el camino correcto cuando les pedimos que se queden más en casa y menos en la parroquia? ¡Tantas personas adultas que tienen amigos entre personas de la calle!
¡Cuántos en estos días de Navidad y durante todo el año, dejan un poco las propias familias por preocuparse de que los que no tienen nada, aunque sea tengan algo calentito para comer y una charla cercana cada noche!
¿Los Centros Barriales y Hogares de Cristo no son hoy ejemplo de la Gran Familia, buscando de mil modos no perder a los más rotos?
Que como María y José vayamos a buscar a Jesús donde él permanece, en las cosas del Padre: una mesa donde entran todos y todas, y los primeros son los últimos; y que hacia esa mesa conduzcamos a nuestras familias, para que se parezcan más a como las sueña Dios, latiendo en el interior de cada una la vida nueva del Reino.
De ese modo, las familias sagradas de todos los tiempos tendrán lugar en la posada de nuestro corazón.
La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo.
Bendecir es aprender a vivir desde una actitud básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la indiferencia.
El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona.
Una comunidad basada en la «amistad cristiana» enriquecería y transformaría hoy a la Iglesia de Jesús. La amistad promueve lo que nos une, no lo que nos diferencia. Entre amigos se cultiva la igualdad, la reciprocidad y el apoyo mutuo.
Jesús no impone nada. No fuerza a nadie. Llama a cada uno «por su nombre». Para él no hay masas. Cada uno tiene nombre y rostro propios.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
"...vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia".
El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona.
Sólo un amor comprometido como fuerza lógica y mancomunada puede contrarrestar la sin-razón de un proyecto odio-violencia.
Bendecir es aprender a vivir desde una actitud básica de amor a la vida y a las personas. El que bendice vacía su corazón de otras actitudes poco sanas como la agresividad, el miedo, la hostilidad o la indiferencia.
La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo.