Convertirnos a Dios, volver a Él, para ofrecernos y compartir la vida.

Su amor posibilita nuestra conversión, que se traduce en compromiso y cercanía amorosa para con aquellos que intentan.

General - Comunidades Eclesiales20/03/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
Convertirnos y dar fruto

El evangelio de hoy, tercer domingo de cuaresma, nos habla de la conversión: “si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”, dice Jesús a sus contemporáneos -y a nosotros- dos veces. Debemos convertirnos a Dios, volver a Él, para no acabar sin nada que ofrecer, estériles, sin vida que compartir. Siempre que hablamos de conversión, decimos, cambiar de mentalidad, volver al camino, cambiar de dirección. Claro que es todo eso, pero creo que más importante que lo que yo hago es, a quién vuelvo, hacia qué brazos regreso. No tanto lo que hago yo, sino quién lo hace posible, por amor. Nuestro Dios, el Abbá de Jesús,  está muy lejos del que enseñaba la teología de su tiempo, que premiaba o castigaba de acuerdo al comportamiento de cada uno. ¡Dios no es así! Jesús habla de dos situaciones desafortunadas, una vivida por unos galileos y otra por 18 personas que murieron al desplomarse una torre. Dice claramente que esas situaciones no son castigos de Dios, no fueron consecuencias por sus pecados. Pero que debemos convertirnos para no terminar muertos en vida, sin nada que dar, sin frutos, “de la misma manera”. Nuestra conversión es posible porque Dios, ese que hace caer la lluvia y salir el sol sobre buenos y malos, antes se convirtió a nosotros, nos abrió los brazos y nos dijo y dice insistentemente: “vuelvan”. En la tercera semana de Cuaresma, ¿cómo estoy en mi camino de conversión?, ¿qué fui mejorando con Dios?, ¿qué fruto estoy dando, o a punto de dar?

“Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?”, dice el dueño de la viña al viñador de la parábola contada por Jesús. Puede resultar un tanto fuerte la decisión, hasta fría y lejana, calculadora, de escritorio. Sin embargo vemos que la viña era suya y la higuera también, el viñador estaba contratado al servicio de éstas, y si había alguien que quería la realización de la higuera, que ésta diese frutos, era su dueño. Para eso la plantó. Es un poco nuestra vida en camino hacia la conversión. Nosotros somos la higuera amada por el Señor, quien tiene una paciencia infinita, año tras año. Somos suyos, Él nos plantó para que demos fruto, fruto decisivo para la vida nuestra y la de los demás, Él cuenta con nosotros, no es indiferente con lo que nos pasa. Su exigencia es que demos aquello para lo que hemos sido creados. No nos pide nada que no podamos dar, nos pide nuestro fruto más propio, ese que sólo nosotros podemos ofrecer, sin el cual dejaríamos de ser quienes somos. ¿Cuál es ese fruto, únicamente mío, que no estoy dando? No darlo no sólo nos hace mal, nos autodestruye, sino que además perjudica el suelo en el que estamos compartiendo con los demás, la misión de la Iglesia. Siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, de ese Dios al que se le revuelven las entrañas, que amenaza y se desdice porque no puede ir contra su pueblo amado, la parábola presenta el diálogo de este dueño con el viñador más bueno y comprometido con nuestro fruto y felicidad.

“Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor y la abonaré”, es la respuesta del viñador. Conmueve imaginar un viñador tan amorosamente comprometido con la higuera. La propuesta del dueño era lo más lógico. Él quería a la higuera, la tenía en medio de su viña, pero ésta no daba fruto. Por eso propone cortarla. Sin embargo tiene un viñador, contratado según su corazón bueno, que conoce cuánto amaba el dueño a esa higuera, cuánto esperaba de ella. Es así que, por amor, se compromete en infinidad de cuidados para que ésta dé fruto, pone manos a la obra. El amor entrañable es lo decisivo. Amor al dueño, el viñador sabía cuánto ansiaba su patrón que la higuera de frutos; y amor a la higuera que quizá no tuvo la mejor tierra o le faltó nutrientes o necesita otros cuidados. Dueño y viñador empecinados en que mi vida tenga sentido, permanencia, fecundidad, plenitud. ¡¿No es conmovedoramente esperanzador?! ¿Cómo no convertirme y volver a Dios si tanto me ama?

Cuentan por acá cerca que al cabo de un año y sin ningún aparente fruto, el viñador se acercó triste al  dueño: ‘tenía razón, había que cortarla, no dio frutos, perdón por mi insistencia’; a lo que el dueño respondió ligeramente sonriendo, contemplando su higuera: 

‘¡Cómo que no! ¿No viste que hace unos meses asomó una flor pequeña? Además este año el clima no fue tan favorable. Pero mira, ¡el color de las hojas reverdeció!, dejémosla un poco más; vos hiciste mucho por ella, día tras día te contemplaba en infinidad de cuidados, amas la viña y la higuera como yo. ¿Si no, a dónde van a ir a refugiarse la perra y sus cachorritos cuándo hace calor? Hace poco he sido gratamente sorprendido por el canto de unos pájaros que hicieron nido en ella. Fue un regalo. Su canto es precioso. Dejémosla’.

Que tengamos la mirada esperanzada, paciente y compasiva de nuestro Dios para con aquellos que intentan dar fruto. Para eso la clave fundamental es el amor, manifestado en el encuentro, la cercanía y el compromiso amoroso que contemplamos en el evangelio por parte del viñador y del dueño. Dios nos ama infinita y pacientemente. Su amor posibilita nuestra conversión, que se traduce en compromiso y cercanía amorosa para con aquellos que intentan.

Lecturas: /contenido/475/iii-domingo-de-cuaresma

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