Transparentar el rostro bueno de Dios

Un Dios que ansía la fiesta de los hermanos y se compromete permanentemente en salir para que éstos vivan unidos y felices en la casa paterna.

General - Comunidades Eclesiales27/03/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
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Este domingo cuarto de Cuaresma la liturgia nos propone uno de los textos más bellos de toda la Biblia, y además uno de los más polémicos. La parábola del Padre misericordioso, ese que hace fiesta cuando recupera a su hijo pecador, y ruega al que se considera justo y cumplidor que participe de la alegría por su hermano recuperado.

El hijo menor, el que pidió la parte de la herencia que le correspondía, tuvo que tocar el barro para encontrarse consigo mismo, y con quien era verdaderamente su Padre, y para experimentar lo maravilloso que era estar cerquita suyo. En la miseria absoluta apareció el rostro bueno de su Padre, a quien vio como nunca antes lo había visto. Su barro, su caída, hace tomar conciencia de la alegría profunda que se respiraba en la casa paterna. No lo satisfizo el poseer muchos bienes, el ser por fin rico; tampoco el viajar a un país extranjero ni la vida licenciosa, de lujos y excesos. Seguía carente. Continuaba vacío. El hambre y el deseo de comer lo que le daban a los cerdos lo hizo pensar en su Padre, la necesidad material le hace dar cuenta de su necesidad más profunda, llegar a lo más bajo lo hace mirar a lo alto. ¡Feliz culpa que nos mereció tan grande Redentor!


“Y entrando en sí mismo, dijo”, o también: “entonces recapacitó y dijo”. Dos maneras de expresar este viaje interior que realiza el hijo menor. Resuena lo de san Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera”. El amor de su Padre estaba en lo más profundo de su ser. Sabía que era lo único que realmente lo podía salvar. ¡Qué importante es en este tiempo de Cuaresma viajar a lo más hondo de nuestro ser, allí donde habita el Padre que nos espera! Porque puedo llenar mi vida de lujos, de luces, de excesos; puedo anestesiar los dolores con algún consumo o evadirme por medio de pantallas; o intentar calmar mi soledad con relaciones o espacios que no llenan, y seguir vacío, con el hambre más profunda, esa que sólo Dios puede llenar. Ni la vida licenciosa ni el cumplimiento observante llena, sólo el amor y el sabernos amados. Si nos sentimos pecadores irrecuperables, perdedores por goleada ante ciertos vicios y pecados; si estando solos nos muerde el vacío, no nos detengamos en nuestro pecado, en lo que se ve; tampoco nos contentemos con un cumplimiento vacío de mandamientos, vayamos a lo más profundo, a lo interior, Dios nos sigue habitando. El rostro del Padre aparece dando luz a los rescoldos más oscuros de nuestro ser, iluminándonos cálidamente, desde adentro, para descubrir nuestra imagen más preciada, la más verdadera, la de hijo amado. 

No importa cuán oscuras hayan sido las experiencias vividas, quizá fueron la oportunidad para reconocernos hijos, herederos, bendecidos por tener tan buen Padre; la ocasión necesaria para sentir su abrazo, y sin la cual no hubiésemos regresado de nuestro barro, de nuestra muerte o de nuestra mediocridad. De hecho el hermano mayor continuaba perdido, sin saberlo, dentro de la casa paterna.

¡Qué conmovedor nuestro Padre! ¡Él mismo cuánto se duele ante nuestras caídas y cuánto se conmueve con nuestros regresos o intentos! Dios no es indiferente a nuestras heridas. No será muy teológico, pero el Dios de Jesús no es el mismo sin nosotros. Ante la doliente ausencia de su hijo, el Padre cada día lo esperaba. Había perdido su sonrisa, y en los ratos libres, subía a ver el camino. Justamente por eso lo ve de lejos. Ahí la narración da un giro, El Padre no entra dentro de sí, la urgencia y la alegría lo invaden, se le revuelven las entrañas de amor y sale corriendo a abrazarlo y cubrirlo de besos. Cuando el hijo arriesga su arrepentimiento, su examen de conciencia, el Padre lo interrumpe; sabe lo dolido que está su hijo, lo conoce, lo ve en sus ojos; no le quiere hacer pasar un mal trago, le ahorra cualquier explicación, no hay lugar más que para la fiesta; y da órdenes a sus sirvientes para que lo vistan nuevamente de hijo, no quiere que nadie lo vea así, descalzo, sucio, herido. '¡Nunca se vió nada igual! ¡Nunca se lo vio así de feliz!' Justamente porque la reacción visceral, la inmensa alegría y la fiesta urgente hacen entrever su profundo dolor. Ese Papá estaba triste, dolido y preocupado por su hijo. 

Así es nuestro Dios, un Padre sorprendentemente bueno: nos ama incondicionalmente; espera pacientemente nuestro regreso, y cree en nosotros, porque cree en el amor. Sabe que cada gesto prodigado, cada enseñanza dada, cada caricia ofrecida, hará efecto en lo profundo del corazón de sus hijos. Por eso sale luego a suplicar al hijo mayor que se alegre por su hermano. ¡Estamos llamados como Iglesia a transparentar ese rostro bueno de Dios! Un Dios que ansía la fiesta de los hermanos y se compromete permanentemente en salir para que éstos vivan unidos y felices en la casa paterna.

Recordemos el comienzo del evangelio, Jesús narra esta parábola para aquellos que murmuraban contra él porque comía y recibía a pecadores, quienes lo escuchaban con esperanza.

¡Cuántas veces nosotros tenemos la misma actitud, la del hermano mayor! Sobre todo cuando la Iglesia es lugar de referencia de pecadores o personas que no piensan como nosotros; o cuando, por ser fiel a Jesús, deja la comodidad de las 99 para ir a buscar a la que se perdió, a la herida. Nosotros también desconocemos que los demás son hermanos, “ese hijo tuyo”, dice el mayor. O nos quedamos con lo de afuera, las conductas que expresan el vacío interior, "malgastó tus bienes", sin llegar a ver como el Padre Dios, que ve lo profundo, la muerte interior de la cual se salió o se está intentando. ¡Cuántas veces vemos o expresamos nuestro compromiso eclesial o nuestra misión en términos de trabajo, como carga; y así, nuestra identidad, más que ser misión, es la de cumplir y obedecer, la del tener que... ¿La Iglesia es mi casa o es mi lugar de trabajo? ¿Me irrita que Dios o su Iglesia perdone y acepte a todos? ¿Hago fiesta o me enoja que Dios sea así? ¿Mi relación con Él está marcada por la gratuidad o por el hacer, el deber, el trabajar? ¿Siento la Iglesia mi casa y que Dios comparte conmigo todo lo suyo sin reservas?

¡Cuánto tenemos para convertirnos! Ya cerquita de la Pascua, aceptemos la invitación que nos hace la segunda lectura, la misma que escuchamos el miércoles de ceniza: “Déjense reconciliar con Dios”. ¡Es una súplica!

Lo queremos, Señor, pero nos cuesta y vos lo sabés. ¡Sos demasiado bueno! Ayudanos a parecernos a vos, para hacer de tu Iglesia una casa que recibe a todas y a todos, con su vida a cuestas; casa en la que, hermanados, hacemos fiesta porque estamos reunidos, cerquita tuyo, y eso te hace feliz, te alegra. 

Lecturas: /contenido/478/este-hermano-tuyo-estaba-muerto-y-ha-revivido

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