Dios es incondicionalmente amoroso

Seamos Iglesia de Jesús, que busca incansablemente a los más alejados, heridos, perdidos, rotos de la vida, sin temor a dejar la seguridad de las 99 justas que nunca se perdieron ni causan revuelo.

General - Comunidades Eclesiales11/09/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
Dios amoroso

“Todos los recaudadores de impuestos para Roma y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’”. Este es el origen de las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas, cuya lectura por completo nos propone la liturgia en este domingo 24 del Tiempo Durante el año. Cerquita de Jesús, escuchándolo, están los que nadie quería, los despreciados publicanos y los estigmatizados pecadores. Los fariseos y escribas murmuraban escandalizados que los recibiera y ¡hasta coma con ellos!

¿Qué había en Jesús que provocaba la cercanía, la admiración y la escucha por parte de los que todos rechazaban? ¿Qué falta a nuestras comunidades para ejercer ese poder de atracción en los que se sienten lejos de todo y de todos? Es que Jesús era para ellos mesa y abrazo. Ante Él no tenían miedo de mostrarse tal y cómo eran. Su voz cálida, su palabra al corazón y su mirada amorosa eran para ellos amparo en medio de las críticas y el desprecio que los religiosos de la época arrojaban contra ellos. Por eso no temían recurrir a Él, interrumpirlo, gritarle, seguirlo, acercársele impuros, sabiendo que su amor y compasión siempre los iba a recibir, y su palabra exigentemente amorosa los iba a animar a intentarlo una vez más. ‘Cuando no sé a dónde ir porque ya me cerraron todas las puertas, sé que con el único que cuento es con Jesús’. Nadie nunca los trató así. Nunca pensaron que Dios podría estar de su lado, menos aún, esperándolos; muchísimo menos aún, buscándolos incansablemente. Nadie les dijo jamás que eran importantes para Él, valiosos, únicos, y que esa actitud de escucha y cercanía lo ponía feliz de contento. ¿Podrían acaso ser ellos causa de la alegría de Dios cuando siempre le dijeron todo lo contrario? 

Las tres parábolas expresan justamente eso: nuestro Dios es incondicionalmente amoroso para con nosotros, como un papá y una mamá para quienes todos sus hijos son importantes, pero siempre se desgastan más por los más heridos y necesitados. En sus parábolas Jesús nos grita que el rebaño no es lo mismo sin esa oveja, por eso el Pastor deja a las 99; la mujer necesita de esa moneda, por eso barre cuidadosamente toda la casa; el Padre no duerme bien desde que ese hijo suyo, el menor, se fue a un país desconocido. Su amor infinito nos hace valiosos, preciosos, únicos, necesarios. ¿Cómo no se van a acercar a Jesús los más rotos de la vida? ¿Cómo no intentar una vez más vencer la propia fragilidad con tanto amor de su parte?

Seamos Iglesia de Jesús, que busca incansablemente a los más alejados, heridos, perdidos, rotos de la vida, sin temor a dejar la seguridad de las 99 justas que nunca se perdieron ni causan revuelo. Seamos rebaño que no se queda en la comodidad, sino que  junto con su Pastor amoroso sale a buscar a la oveja que se perdió porque nos duele, porque no es lo mismo celebrar con ella que sin ella, porque sabemos que el mejor lugar es con Jesús, nuestro Pastor bueno. Seamos mujer que barre cuidadosamente la casa para encontrar la moneda, porque ésta es valiosa, es importante para ella, la necesita para vivir. Iglesia obsesionada por salir a buscar a los heridos porque son hermanos y hermanas. Ellas y ellos tienen que saberlo y sentirlo: ‘¡no te define tu pecado ni tu herida! ¡Sos hijo del Padre y hermano mío!’ ¡Qué hermosa una comunidad, un grupo, una Iglesia así!

¡Ay, Jesús, qué bien nos hablaste de tu Papá! “Alégrense conmigo”, nos dice este Dios Pastor, mujer, Padre que ve de lejos. El más alegre y feliz, el que suplica compartamos su alegría, por el encuentro, regreso y la conversión, es tu Padre Dios; pero el que se duele por la división de los hermanos, por los dones malgastados, las heridas causadas, y por la negativa a celebrar, también es Él. Imagino que ninguno de tus oyentes volvió a su casa igual ese día. Todos, hijos menores y mayores, pecadores y fariseos, se fueron con un nudo en la garganta después de escuchar tanto amor del Padre en tu voz. La semilla, la más fecunda y prometedora había sido sembrada, la maduraste en el silencio contemplativo con el Padre y la arrojaste para todos, y maduró y dio fruto. Pero pronto apareció la ley de entonces -y los medios de ahora- a sembrar cizaña y división, sofocar el Reino, a enfrentar en bandos de buenos y malos, justos e injustos, los tuyos y los míos. Después de esa parábola nada volvió a ser igual para ninguno, tampoco para vos, Jesús. Hoy nos pasa lo mismo, Señor, nos enamora tu Padre pero rapidito le ponemos límite y justificamos nuestra mediocridad. 

Te pido perdón porque yo también malgasto todo los dones que me das. A mí también me cuesta un Dios tan increíblemente amoroso, que recibe y come con todos. Es demasiado, Jesús. Ayudame a conocerte más y a parecerme más a ustedes. Quiero ser parte de la fiesta, de la mesa y de ese abrazo, el que no se le niega a nadie que quiere intentarlo una vez más. Creá en mí un corazón puro, para ser yo también fiesta, mesa y abrazo para los más heridos, mis hermanos.

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