Jesús nos esperanza el corazón con la misericordia del Padre

Sigamos a Jesús, camino hacia el Padre y hacia nosotros. Y que nosotros al escucharlo y contemplarlo, nos haga también encontrarlo a nuestro alrededor, muchas veces ulcerado y tirado a nuestra puerta.

General - Comunidades Eclesiales25/09/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
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Este domingo, la parábola que cuenta Jesús comienza del mismo modo que la del domingo anterior: “Había un hombre rico...”. Jesús lo pinta con una riqueza ostentosa hasta el escándalo, vestía finamente y cada día banqueteaba. Sin embargo, no se dice que tuviese un nombre. Pasó a la historia anónimamente. Muy por el contrario, arrojado a su puerta, bien cerquita, tanto que hasta veía caer las sobras del suelo; está un pobre, que no viste lujoso ni mucho menos, sino que está cubierto por úlceras, llagas que los perros le lamen; que, bien cerca de los banquetes, deseaba “llenarse el estómago con lo que caía de la mesa del rico”; pero que a diferencia del rico anónimo, éste sí tiene un nombre que es toda una promesa: “Lázaro”, que significa “Dios ayuda”, esa era su identidad. Desde ahí que pienso ¿Quién soy?, ¿Cuál es mi identidad?, ¿Quién voy decidiendo ser?, ¿entran Dios y los pobres en esto que voy siendo y queriendo ser? Porque al rico lo reconocemos por lo que tenía, por cómo despilfarraba su riqueza, que hasta quizá obtuvo con mucho esfuerzo y dedicación; su identidad es lo que aparenta, lo externo, sus cosas, lo que lo tenía subyugado de tal modo que no le hacía levantar los ojos para ver al pobre tirado a su puerta y lastimado. Él, su nombre, su historia, su identidad profunda para nosotros es desconocida. En cambio el pobre tiene un nombre propio, que es su identidad y esperanza, Dios ayuda; cosa que el rico nunca habrá tenido en cuenta, porque si realmente es todo don de Dios, es Él el que ayuda, todo lo que yo tengo es regalo suyo para ser compartido, y no conquista personal para ser despilfarrada caprichosamente. ¿Quién quiero ser?, ¿lo que tengo, lo que aparenta?, ¿lo que me distancia del resto (saber, conocimiento, dinero, posición social, cargo)?; ¿o ser realmente alguien, cuyo horizonte está siempre en Dios, de quien se reconoce hijo, y a quien debe agradecer todo lo que tiene?

“Entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo”. El evangelio tiene una introducción donde se presentan los personajes, cuyo contraste llama la atención. Una introducción ‘terrenal’, y luego, la mayor parte del evangelio, transcurre después de muertos ambos. Me gusta pensar que tenemos una sola vida, que comienza brevemente por aquí, donde nacemos, tenemos amigos y sueños, logros y fracasos; emprendemos proyectos, experimentamos crisis, soledades, búsquedas y cielo; y luego esta vida se prolonga expandiendo aquello que fuimos decidiendo ser, pero para toda la eternidad. 

El abismo del que habla Abraham en la parábola, ya lo había comenzado aquí en la tierra el rico, invisibilizando a Lázaro; el ‘sin nombre’ ninguneando al ‘con nombre’. La indiferencia es el gran abismo creado por el lujo del rico, que no veía -¡a su puerta tirado!- al pobre ulcerado, rodeado de perros, muerto de hambre. Ese abismo infranqueable tiende a eternizarse por medio de prejuicios, justificaciones, supuestas legitimaciones y estigmas, llagas (es pobre porque quiere, no es mi problema, yo me lo gané con mi esfuerzo (olvidándose que “Dios es el que ayuda”, por lo tanto a Él se lo debemos) y trabajo). Abraham le dice que el abismo que en la tierra fue creado por el rico, ahora no se puede remediar. Menos mal que Jesús nos esperanza el corazón con la misericordia del Padre, que sus ganas de abrazar son siempre más fuertes que nuestro pecado de indiferencia; pero no nos olvidemos de crear hermandad y no distancia; que el camino es el compartir y no el egoísmo, que tenemos que, ya en esta tierra hermosa, ir gestando lo que queremos recibir cuando nos toque partir; que nuestra identidad es parecernos a Papá Dios, el que ayuda, y ser más hermanos entre nosotros.

Además, no esperemos a querer remediar las cosas una vez que la gente partió, relaciones, diálogo; querer acortar distancias, perdonar. El rico quiso generar relación con Lázaro una vez que ya no se podía. También nos puede ocurrir a nosotros.

En este domingo bíblico, con el que cerramos el mes de la Biblia, aparece dos veces el verbo “escuchar” y referido a la Palabra de Dios, “Moisés y los profetas”; una escucha que salva. Es la recomendación que da Abraham para la familia del rico: “tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen”, para no caer en ese lugar de tormento, es decir, para salvarse. Todo lo que necesitamos para vivir esta vida que es eterna y que comienza aquí, en la tierra, está contenido en Jesús, buena noticia del Padre, punto culmen de toda la Escritura. Nuestra salvación consiste en escuchar, en contemplar a Jesús, el que vino a darle el verdadero sentido a la Ley y a los profetas. Él es la Palabra que salva porque en el evangelio está contenida la vida de Dios, esa que él sueña para compartir y caminar con nosotros. Dios es Jesús, su modo de andar es a nuestro lado, acariciando dolores; hermanando la vida, comprometiéndose con nuestra dignidad y anunciándonos buenas noticias.

Por lo tanto, sigamos a Jesús, camino hacia el Padre y hacia nosotros; verdad de Dios y nuestra; vida de Dios en , Vida con mayúsculas. Y que nosotros al escucharlo y contemplarlo, nos haga también encontrarlo a nuestro alrededor, muchas veces ulcerado y tirado a nuestra puerta, bien cerca; nos haga escucharlo en sus reclamos y gritos de justicia y vida digna, nos haga contemplarlo con su historia, sus nombres, su identidad de hijo del Padre y hermano mío.

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