El amor resucita siempre lo que hay muerto en nosotros, y busca resucitar vida en los demás.

Este Jesús-Dios, esta Vida eterna, se expresa y se nos comunica en el amor, en una amistad entrañable que genera amigos.

General - Comunidades Eclesiales26/03/2023Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
Cree y no morirás

A las puertas de la Semana (más) Santa (de todas), la Iglesia nos propone el Evangelio de la resurrección de Lázaro. El mensaje central de este domingo es la fe, el creer, confiar en Jesús, Resurrección y Vida nuestra. Podríamos agregar una nota bella, que nos puede ayudar a rezar y a vivir: creer en el amor.

“Yo soy la Resurrección y la Vida”. En Jesús está la Vida que hay en el Padre, la que existe en Dios. Yo soy, YHWH, es el nombre de Dios revelado a Moisés. El cuarto evangelio utilizará frecuentemente la fórmula Yo soy (el pan de vida, la luz del mundo, la vid verdadera, la puerta, el buen pastor, el camino), para revelarnos que en Jesús está la Vida de Dios. De hecho, vemos que en este pasaje Él domina la situación, cosa que encontramos a lo largo de todo el evangelio de Juan; se queda dos días más, se alegra porque la muerte de Lázaro es ocasión para que sus discípulos crean, agradece al Padre (no le pide, no hace falta, son uno) que siempre lo oye. Jesús, con este signo, el último de los siete que nos ofrece el cuarto Evangelio, cumple lo que escuchamos en la primera lectura: “abriré sus tumbas y los haré salir de ellas”. La obra del Padre de dar vida a los muertos (Jn 5, 21), es realizada por Jesús, por su voz; ésto provoca que los judíos que fueron a acompañar a Marta y a María, crean en Él.

Este Jesús-Dios, esta Vida eterna, se expresa y se nos comunica en el amor, en una amistad entrañable que genera amigos. A esto estamos llamados nosotros, discípulos y discípulas de Jesús, a ser sus amigos y a comunicar ese amor suyo a los demás. Cada vez que nosotros nos comprometemos en ser amigos de los demás, o, sin serlo, los tratamos como si lo fueran, siendo solidarios, acompañando, sosteniendo, sanando, dignificando; estamos haciendo circular en nosotros ese amor de Dios que se hizo rostro en Jesús y que es derramado en nuestros corazones por su Espíritu Santo. Ese amor resucita siempre lo que hay muerto en nosotros, y busca resucitar vida en los demás.

Podemos puntear rasgos, presentes en el evangelio, de esta amistad, para que nos ayuden a rezar y a vivir: “Señor, el que tú amas está enfermo”, le dicen a Jesús; más adelante, “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”; era algo sabido, Jesús pasaba siempre por la casa de éstos de Betania a descansar el corazón. Jesús no quiere ir sólo, sabe que se arriesga a lo peor, quiere ir con sus amigos: “Volvamos a Judea”; y luego dice: “Nuestro amigo Lázaro duerme”, ese amor de Dios en Jesús, esa amistad, genera amigos, Lázaro es amigo de los demás también.

Me conmueve la actitud de los discípulos, sus amigos, primero cuidando a Jesús, “Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y querés volver allá?”; seguramente temiendo por ellos también, no era fácil andar con Jesús. Pero finalmente resuelven, y lo expresa Tomás: “Vayamos también nosotros a morir con Él”, son conscientes que los pueden matar, lo tienen bien presente, pero no pueden dejar a Jesús. Sabemos que, más adelante, lo negarán, lo traicionarán, lo dejarán solo; pero su amor más profundo y sincero, su amistad, quería acompañar a Jesús en todo; luego, como nosotros, flaquean y traicionan su deseo de “morir con Él”. ¡Cuánto nos podemos encontrar en ellos!

Cuando llegan, Marta y María no tienen ningún reparo en presentarle su queja: “si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”, porque la amistad da esos derechos. Cuando Jesús llora, los judíos decían: “¡Cómo lo amaba!”. El amigo Jesús invita a Marta a hacer memoria de lo vivido, charlado, creído justo antes de llegar al sepulcro; le recuerda su fe: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Marta profesa su fe en Jesús, antes de ver el signo de la resurrección de su hermano. Por último, la palabra amiga busca hacer salir de los estancamientos, sacar de las tumbas en las que nos metieron o en las que nos metimos; busca levantar de las caídas, resucitar lo muerto, hacer que vivamos la vida a la que estamos llamados. Pero también busca liberar a través de los gestos: “desátenlo, para que pueda caminar”. Ya que lo resucitaba, ¿no podía dárnoslo desatado? Es que los gestos, la cercanía, el hacernos cargo, el desatar a los hermanos de lo que los esclavizan para que puedan caminar, forma parte también de la Vida resucitada que Jesús trae, y que nos quiere compartir.

Por eso, creer en Jesús, adherir a su Vida amorosa, a su amistad generadora de Vida, ser discípulos de ese Camino; es tener la Vida asegurada, la garantía de no morir. “El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. El que cree en Jesús y se cree su discípulo amado, el que se sabe inconfundiblemente su amigo por el que Él lo arriesga todo y es capaz de dar su propia vida; no muere, tiene vida para siempre, una Vida eterna, definitiva, insuperable. ¡Somos eternos! ¡Lo dijo Jesús! La muerte física no tiene consecuencias para los creyentes. ¡Ya somos poseedores de la Vida eterna! Nada ni nadie, nos puede arrebatar la Vida que la fe nos da. Pero no lo olvidemos, creer en Jesús es adherir a su Vida, sus opciones, su proyecto de Vida compartida; es ser sus amigos y discípulos, caminando con Él y a su modo; buscando resucitar con  gestos y palabras, todo lo que hay de muerte en esta historia, abrazar la cruz y arriesgar, sabiendo que la Vida siempre triunfa. ¡Qué hermosa manera de adentrarnos a la Semana Santa!

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