LA LECCIÓN DE EMAÚS

Nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, hundidos en la decepción y el desencanto.

General - Comunidades Eclesiales23/04/2023 José Antonio Pagola
Emaús

No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida de verdad en construir una sociedad más humana. La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya pocos interesados, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos». La percepción como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano. La sensación con frecuencia triste y aburrida, y de alguna manera intuyen –con el escritor francés Georges Bernanos– que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».

La tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron, incluso de manera ruidosa: hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no en la Iglesia. Otros se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y sin hacer ruido»: sin advertirlo nadie apenas se va apagando en su corazón el afecto y la adhesión de otros tiempos.

Probablemente sería un error alimentar en estos momentos un optimismo ingenioso, pensando que llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la Iglesia. Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, hundidos en la decepción y el desencanto.

Hemos de aprender la «lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y revivir nuestra esperanza en Jesús.

Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por él y ahondando en su mensaje, allí se hace presente el Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el Evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón». Donde unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la eucaristía, allí está el Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.

Por muy muerto que apareció ante nuestros ojos, en esta Iglesia habita el Resucitado. Por eso también aquí tienen sentido los versos de Antonio Machado: «Creí mi hogar apagado, revolví las cenizas... me quemé la mano».

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