Reflexión Dominical

Domingo 30. Tiempo Ordinario, Ciclo A, 2020

General - Comunidades Eclesiales25/10/2020 Mario Daniel Fregenal
amor al projimo1

Continuamos la lectura del evangelio de Mateo que nos propone la liturgia dominical. El contexto es el mismo que los anteriores domingos: estamos en los últimos días de la vida de Jesús, confrontando en la explanada del Templo con distintos grupos religiosos, y en un clima de creciente hostilidad y rechazo. La liturgia omite el pasaje en el que Jesús calla (también) a los saduceos. Es esto lo que motiva en el evangelio de hoy a los fariseos acercarse a Él para ‘tentarlo’. Su única intención es sorprenderlo aunque sea en una palabra para poder condenarlo y acabar con él. El domingo pasado mandaron unos discípulos con herodianos para ‘trampear' al Maestro. Hoy, comprendiendo su sabiduría profunda, ya no mandan discípulos sino que envían a uno de ellos que era especialista, doctor de la ley, para hablar precisamente sobre el mandamiento más grande.

“un doctor de la ley le preguntó para ponerlo a prueba: ¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?” ¿Habrá algo que le interesara tanto a Jesús como compartir su experiencia desbordante de Dios y lo que este Papá bueno quiere de nosotros? El contexto no era el mejor, podemos pensar a Jesús un tanto enojado con estos que, reiteradamente y sin darle respiro, quieren ‘engramparlo’ en alguna palabra, en su contra, y él lo sabe. Seguramente muchos lo mirarían mal por lo que había hecho con vendedores y compradores en el Templo. Está claro que para Jesús era más conveniente callar que responder, más si estos lo único que querían era matarlo.

Pero cuando Jesús de Nazaret tiene oportunidad de hablarnos de su Abbá, su Papá bueno que lo sostiene en medio de las pruebas; no hay miedo, confrontación, rechazo u hostilidad que detenga la ráfaga de vida que late dentro suyo. Porque bien podría haber respondido una evasiva, total no era sincero el planteo. De hecho cuando le preguntan con qué autoridad hace lo que hace (21,23), evade responder directamente. O también podría haber narrado una parábola para hacerlos pensar. Sin embargo, Jesús no puede contener las ganas de hablarnos de su Padre, y aprovecha cualquier ocasión para compartirnos su honda experiencia de Dios que lo quemaba por dentro. 

Responde: A Dios lo amamos amando. Para Jesús no hay oposición entre Dios y nosotros. La única manera de amar al Padre es comprometiéndonos con los últimos. Ahí está toda la ley y los profetas. Dios es lo primero, hay que amarlo con todo, “corazón, vida, mente”. Toda vida para ser bien vivida debe estar centrada en Él, sin miedos a enajenamientos, fugas de la realidad o intimismos descomprometidos. Porque el que centra su vida en el Dios del cielo se embarra encontrándolo en la Madre tierra; el que aspira adorar al Dios eterno lo reverencia en los heridos de la historia; el que pretende alabar al Todopoderoso, no puede más que abrazarlo llagado y vulnerado en toda periferia. ¿Acaso Jesús no caminó de esa manera, uniendo en su persona el amor al Padre y a los pobres? La novedad de Jesús, la genialidad de su respuesta, al igual que el domingo anterior, está en el agregado: “y a tu prójimo como a tí mismo”. Le preguntan por un mandamiento grande, y agrega un segundo, tomado de un versículo entre tantos del Levítico. Ambos mandamientos -dirá- son igualmente importantes. Si centramos nuestra vida en Dios, no podemos sino amar a los demás.

Tan difícil de vivir pero tan simple de entender: Amar al que nos ama, amar a Dios, es lo más importante. Porque amando a Dios, en el mismo movimiento, amo a los que Él ama, sus pobres (1a lectura). Él nunca está solo sino que siempre está inclinado con los postergados, identificándose y tomando partido por ellos. Como toda mamá, quiere que se la ame, pero más quiere que se ame a los y las que están con ella; hasta preferiría que amen mas a sus hijos que a ella misma. Así también nuestro Dios, Papá de Jesús y nuestro. No existe manera de amarlo a él sinceramente, sin amar a sus hijos e hijas, hermanas y hermanos míos. Si quiero amarlo y estar cerquita suyo, debo aceptar sentarme a su mesa, repleta de hermanos y hermanas. En Él debemos amarnos todos. ¡Claro que nos cuesta, nos es difícil! Por eso precisamente, centrar nuestra vida en Dios es lo mejor que podemos hacer. Desde él nos miramos con justicia, ni superiores -como los fariseos- ni ensimismados en nuestra culpa que no nos deja crecer; somos pecadores, peregrinos, que intentamos amar aunque nos cueste. Dios mira con amor todo lo que somos, ¡Es nuestro Papá bueno! Él contempla nuestra vida con sus luces y sombras, nuestros intentos de amar, e incluso sabe eso que nos cuesta amar en los demás (y por lo tanto, seguramente también en nosotros). Nos sueña hijos e hijas, nos quiere comprometidos en ser más hermanos y hermanas. Amémoslo con todo lo que somos y amemos a aquellos que él ama. Él sabe que nos es difícil pero con su gracia y paciencia podremos.

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