Reflexión Dominical

Solemnidad de Todos los Santos

General - Comunidades Eclesiales01/11/2020 Mario Daniel Fregenal
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Hoy celebramos la Solemnidad de Todos los Santos, por eso hemos leído Las Bienaventuranzas, de Mateo y no el discurso contra escribas y fariseos del capítulo 23, como hubiera correspondido al Domingo 31 del Tiempo Ordinario. Dice Francisco en la exhortación sobre la santidad en el mundo actual: “ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (G.E. 96). Entonces, el santo no es alguien que está fuera del mundo, despreciándolo. La santidad no nos aleja de las cosas terrenales. No podemos llegar al cielo sin comprometernos a fondo con nuestra historia. Por tanto, nuestra santidad es de ojos bien abiertos, que mira involucrada y comprometidamente la realidad. Así comienza nuestro evangelio: 

“Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él”. Antes de proclamar las bienaventuranzas, Mateo nos cuenta que Jesús “ve a la multitud”, un detalle que no podemos dejar pasar: su mirada ante la humanidad doliente que lo buscaba. Jesús ya había sido bautizado, tentado en el desierto; llevaba cierto tiempo predicando, sanando, llamando. Como persona humilde que era, conocía bien los dolores de la gente, sus historias, sus fatigas y alegrías; lo que anhelaban y necesitaban. De ese corazón, lleno de Dios y lleno de rostros, surge inconteniblemente la proclamación de las bienaventuranzas en la que los pobres, en el Reino iniciado por él, son felices. 

Es entendible que grandes multitudes lo siguieran, porque encontraban en sus Palabras la mejor noticia, la más necesaria, un Dios distinto al enseñado repetitivamente por escribas y fariseos. 


Jesús, cuyo interior estaba profundamente habitado por el Padre y por los pobres, contempla cómo se va haciendo realidad el Reino que él anunciaba, cómo la gente más humilde y postergada adhería a su mensaje; por eso, a esa multitud que él ve y a sus discípulos que se le acercan, les proclama las bienaventuranzas: “Felices los que tienen espíritu de pobres”. La invitación a la felicidad es para todos y todas pero comenzando siempre desde los pobres. A lo largo de toda la Sagrada Escritura encontramos a nuestro Dios inclinado hacia los últimos. Esa es la certeza de Jesús -y debe ser la nuestra-, el Reino comienza con ellos. Por eso continúa la primera y más importante de todas las bienaventuranzas: “a ellos (ya) les pertenece el Reino”. Constatación que aparece dos veces: referida a los pobres y a “los que son perseguidos por practicar la justicia”. A su vez, “justicia” aparece también dos veces en las ocho bienaventuranzas. ¿No estará aquí el núcleo de todo? 

Nuestra misión como Iglesia es continuar el Reino iniciado por Jesús, comprometiéndonos por la justicia y buscando la felicidad de todos y todas comenzando por los pobres. Si ellos son felices, todos lo seremos. No hay otra manera de llegar a la santidad.


Nuestra santidad, o sea ser Jesús hoy, al modo propio, con mis dones y carismas, para hacer un mundo más humano; no puede no mirar comprometida y esperanzadamente la historia desde los desheredados. Debemos mirar como Jesús. En esa mirada distinta, la gente tan sedienta de vida digna experimentaba por primera vez cuánto la amaba Dios y por eso buscaban estar con Él. Claro que después costaba pelear el día a día desde la periferia, siendo culpabilizados por todos de la situación de marginación que vivían, viendo como a los ricos siempre les va bien, mientras que ellos, pobres, debían esmerarse por trabajar para pagar los impuestos civiles y religiosos; con una religión que los alejaba de Dios, y les hacía creer resignadamente que Él bendice a los buenos con bienestar, y a los que les va mal era culpa de ellos. Costaba experimentar la tan añorada felicidad. Pero cerca de Jesús, ‘escuchando sus palabras, sintiendo cómo acaricia nuestras heridas, cómo conoce nuestros dolores, cómo sabe nuestros nombres, cómo nos resucita en una mirada, cómo llora con nosotros y lucha contra las fuerzas de la muerte, todo es distinto, todo se transforma en vida y Reino’. ¡Qué misión tan grande, la de mirar como él! ¿Cómo lograr que los pobres se sientan mirados y nos encuentren comprometidos con sus luchas por vivir con dignidad? ¿Cómo proclamarles que Dios está con ellos? El reino es de ellos y de los que trabajan por lograr condiciones de justicia y equidad (1ra y 8va Bienaventuranza, ambas en tiempo presente), de los que no se conforman dejando las cosas como están, sino que trabajan para que todos y todas tengan igualdad de oportunidades; aunque eso conlleve, como siempre, la persecución por parte de los poderosos de turno, quienes sólo se preocupan de sus propios intereses.

 Nuestros santos y santas vieron la realidad, reconocieron que Dios nunca nos abandona, y se jugaron comprometidamente por continuar el Reino iniciado por Jesús, comenzando por los pobres para así lograr la felicidad de todos y  todas. A ellos nos encomendamos para que nos ayuden a hacer más visible y cercano el Reinado de Dios, intentando cada uno ser Jesús al modo propio.

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