
Estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
La misión de hacer discípulos y discípulas, consiste en sumergir a muchos y a muchas en Dios; meter a todas y todos en su amor, para que allí permanezcan con Él y en Él.
General - Comunidades Eclesiales30/05/2021 Mario Daniel FregenalHoy celebramos la Solemnidad de nuestro Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios trinitario en Jesús se nos ha acercado y quiere que todos lleguemos a estar en Él.
Todo lo que sabemos, pensamos, afirmamos, decimos de Dios lo podemos hacer gracias a Jesús, Hijo del Padre, enviado en el Espíritu Santo para caminar con nosotros nuestro barro. En Jesús, en sus gestos y palabras, conocemos a Dios. ¿Queremos saber algo de Dios? Vayamos a su evangelio, a su buena noticia, a Jesús, vivamos con Él como sus discípulas y discípulos. Allí tenemos condensado todo Dios. La liturgia nos propone meditar hoy el final del evangelio de Mateo. Lo que escuchamos en la primera lectura, en la que Moisés quiere hacer caer en la cuenta al pueblo de la cercanía de Dios, lo experimentamos con y en Jesús resucitado, acercándose a sus discípulos.
“se postraron delante de él; sin embargo algunos todavía dudaron. Acercándose”. Jesús nos reveló que es propio de Dios acercársenos. Como veníamos diciendo los domingos anteriores, no lo alejan nuestras dudas, miedos, encierros. Él sigue siendo el Emanuel, el Dios con nosotros, así lo expresa Mateo al comienzo y al final de su Evangelio. No nos puede abandonar. Nos sigue citando, convocando, sigue apostando por nosotros. Y se acerca para enviarnos, para que seamos misión. Francisco lo dice bellamente: “Yo soy una misión en esta tierra”. Jesús no se acerca para reprochar como en Marcos. Se acerca para enviar, para recordarles el primer amor, lo más valioso de cada uno, la vida increíble que habían caminado con él, por eso lo hace en Galilea. Los envía porque la Vida de Dios es para compartirla, para que ellos se hagan don para los demás, y así ser más ellos mismos llevando a Dios, dentro suyo, por doquier. Hoy Dios se acerca a través nuestro, sus discípulas y discípulos.
Por eso les dice: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan... discípulos”. El poder de Cristo resucitado es servicio y misión. En Dios no hay lugar para reclamos mezquinos de sentarnos uno a la izquierda y otro a la derecha. Él, lleno de la vida de Dios, después de autoproclamarse Todopoderoso, y cuando lo más lógico sería mostrarse como tal, esperando en un trono, sentado, a que todas las naciones se postren ante Él para juzgarlas; Él manifiesta su poderío saliendo a buscar con nosotros. El poder, en Jesús resucitado, sigue siendo servicio y misión, como durante su vida terrena, de comienzo a final. Resuena aquí la última cena del evangelio de Juan, en la que Jesús decía que el Padre había puesto todo en sus manos, entonces él les lava los pies. Nada más lejano a Dios que el poder autoritario y despótico. Lo grandioso de Dios, su imperio, su reinado se muestra yendo por los caminos polvorientos, con nosotros, a buscar que muchos y muchas compartan su Vida, con nosotros. Ahí, en ese servicio que es misión, está nuestra felicidad.
Y este Dios que se nos acerca, quiere que estemos todos en Él, que permanezcamos en su Amor trinitario, en su Espíritu. Por eso termina el evangelio de Mateo: “bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Bautizar significa “sumergir”. La misión de hacer discípulos y discípulas, consiste en sumergir a muchos y a muchas en Dios; meter a todas y todos en su amor, para que allí permanezcan con Él y en Él. El Dios con nosotros, se hace Dios en nosotros: “el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu”, nos decía Pablo en la segunda lectura. Y nosotros nos sumergimos, nos empapamos de Él, no hay parte nuestra en la que Él no esté.
Tenemos la misión de compartir el Amor de Dios. Ese Amor, que es Dios mismo, compartirlo a pesar de nosotros. También podemos excusarnos en nuestra poca fe, en nuestras dudas, cruces, encierros, miedos. Por lo tanto, si acobarda la misión o andamos con ganas de bajar los brazos, no lo olvidemos, Él sigue siendo el Emanuel, el Dios con nosotros. Estará siempre con nosotros “hasta el fin de los tiempos”, porque el amor es así, ama caminar con el amado. Que ese amor nos vaya transformando y sanando nuestras dudas y heridas. A dónde vamos lo llevamos con nosotros. En la medida que compartamos, en la misión y en el servicio, su Vida con los demás -porque los discípulos y las discípulas comparten la vida con su Maestro-, permaneciendo en esa Vida divina, sumergidos en su Amor, habitados por su Espíritu que busca lo más genuino nuestro, seremos felices.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Dejemos que Jesús camine esta semana santa junto a nosotros, hagamos que nuestra Jerusalén se transforme en espacio de Salvació.
Para adorar el misterio de un «Dios crucificado» no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos más a los crucificados, semana tras semana.
¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús?
Hoy a quienes viven lejos de él y comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Hay lugar cierto para el amor político. Hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que levantan y rehabilitan al caído para que el bien sea común.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Es esta alegría la que debe caracterizar nuestro modo de proceder para que sea eclesial, inculturado, pobre, servicial, libre de toda ambición mundana".
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
“El pontificado de Francisco, señaló su eminencia Cardenal Rossi, fue un pontificado gestual, porque con sus palabras, pero sobre todo con sus gestos, nos hizo saber que otro mundo es posible",