
Estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
El que cree, ya tiene, en presente, vida eterna. El que vive siendo pan para los demás, que entró en la lógica de Dios, y se deja habitar por Él como Templo de su Espíritu de vida incontenible, ya no muere más.
General - Comunidades Eclesiales08/08/2021 Mario Daniel FregenalEl evangelio de este domingo contiene tres “Yo soy”... “Yo soy el pan bajado del cielo... el pan de vida... el pan vivo bajado del cielo”. En el evangelio de Juan encontraremos otros más: “la luz del mundo... el buen pastor... la vid verdadera... el camino, la verdad y la vida”. Cuando Jesús dice “Yo soy”, no lo dice ingenuamente, sino que está autodenominándose Dios, ya que YHWH, “Yo soy”, es el nombre que Dios reveló a Moisés en el episodio de la Zarza ardiente. Sus interlocutores judíos captaban inmediatamente su intención. Jesús se autopresenta Dios, un Dios que está, y su estar entre nosotros es siendo pan, comida, alimento, don, vida, entrega. El modo de ser del Dios anunciado por Jesús es entrega eucarística, su identidad más profunda es estar junto a nosotros como alimento, su misma vida es ser Pan entregado y compartido. Nosotros estamos llamados a ser morada de esa Vida divina, acrecentándola en el compartir, siendo nosotros también pan, y dándonos.
Nuestra misión más profunda es ser pan. ¿Cuándo tenemos más vida de Dios?, ¿Cómo sintonizamos más con Él?, ¿Cómo somos más divinos? En la medida que nos hacemos pan para los demás. ¿No nos sentimos plenos, eternos, llenos de vida, poderosos, después de un servicio, de entregar nuestra vida por amor, dejándonos comer?
¿Cuál es la condición indispensable para ser pan, o sea, para que nos habite la Vida eterna de Dios, y estar llenos de su presencia? Ya lo dijo Jesús el domingo pasado: el creer. “El que cree, tiene Vida eterna”. No habla en futuro, tendrá vida eterna. El que cree, ya tiene, en presente, vida eterna. El que vive siendo pan para los demás, que entró en la lógica de Dios, y se deja habitar por Él como Templo de su Espíritu de vida incontenible, ya no muere más. ¡Por lo tanto todos nosotros somos eternos! ¡Tenemos vida para siempre! “Este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera... El que coma de este pan vivirá eternamente”. Comer a Jesús, adherir a su buena noticia, comulgar con su persona, ser pan para los demás, creer en él, nos hace eternos. Esa es la Vida eterna. Y cuando decimos eterna, decimos mucho más que sin fin de tiempo, decimos Vida de una calidad exquisita y superior, de la plenitud más deseada, vida feliz.
Creer, adherir, comulgar con esa vida entregada que es Jesús, ahí está la Vida eterna, con mayúsculas, definitiva, plena. Sentimos, vivimos, latimos la vida de Dios. Por eso el servicio, dar la vida, entregarnos, nos hace tan bien, nos sentimos tan plenos, felices.
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”. Siempre decimos que es Jesús el que nos lleva al Padre, pero ahora leemos que el Padre nos atrae irresistiblemente a Jesús. Nosotros venimos a la comunidad porque le dijimos sí a la gracia de Dios que nos conduce a Jesús. Pero tanto en la obra del Padre como en la del Hijo, la coincidencia, el encuentro, el pan, la excusa, el alimento, el centro de la acción de ambos somos nosotros, es el ser humano. ¡Esto es increíble! Es como que el Padre Dios nos dice: ‘Para vos quiero una vida plena, que des todo lo que tenés para dar, que regales tus talentos al máximo porque de ese modo serás más feliz. Y porque te amo mucho te presento a mi Hijo, el más bueno, atento, solidario, sencillo y comprometido que te puede ayudar a ser feliz’. El Padre con su gracia nos conduce a Jesús. Y cuando llegamos a Jesús, Él comienza a hablarnos conmovedoramente de su Abbá bueno, el más tierno, compasivo, paciente, posibilitador, en el que todos los esfuerzos encuentran consuelo. Nos habla de su abrazo cuando volvemos a Él, de su preocupación porque nadie falte a su mesa, de su dolor cuando nos caemos y lastimamos, pero también de su fuerza para que podamos vencer toda esclavitud. Padre e Hijo, entregándose amorosamente uno en el otro recíprocamente en el Espíritu, miran lo mismo: al ser humano, revistiéndonos así de una importancia impensada jamás. ¿Cómo no entregarnos sabiéndonos tan valiosos? ¡Si Dios nos ama tanto, cómo no vamos a darnos nosotros a los demás!
Por eso, en la medida que atendemos al ser humano para que viva más pleno, más feliz y más hermano, nos parecemos más a este Dios enamorado de nosotros, somos más divinos, más pan, y testimoniamos que Su Vida consiste en ser pan que se da. Por eso, creer en Él, nos hace ser pan para la vida del mundo, nos diviniza humanizándonos.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Dejemos que Jesús camine esta semana santa junto a nosotros, hagamos que nuestra Jerusalén se transforme en espacio de Salvació.
Para adorar el misterio de un «Dios crucificado» no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos más a los crucificados, semana tras semana.
¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús?
Hoy a quienes viven lejos de él y comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Hay lugar cierto para el amor político. Hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que levantan y rehabilitan al caído para que el bien sea común.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Es esta alegría la que debe caracterizar nuestro modo de proceder para que sea eclesial, inculturado, pobre, servicial, libre de toda ambición mundana".
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
“El pontificado de Francisco, señaló su eminencia Cardenal Rossi, fue un pontificado gestual, porque con sus palabras, pero sobre todo con sus gestos, nos hizo saber que otro mundo es posible",