
Estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
Al cristiano verdaderamente espiritual –«ungido por el Espíritu»– se le encuentra, lo mismo que a Jesús, junto a los desvalidos y humillados.
General - Comunidades Eclesiales25/01/2025LA PRIMERA MIRADA
La primera mirada de Jesús no se dirige al pecado de las personas, sino al sufrimiento que arruina sus vidas. Lo primero que toca su corazón no es el pecado, sino el dolor, la opresión y la humillación que padecen hombres y mujeres. Nuestro mayor pecado consiste precisamente en cerrarnos al sufrimiento de los demás para pensar solo en el propio bienestar.
Jesús se siente «ungido por el Espíritu» de un Dios que se preocupa de los que sufren. Es ese Espíritu el que lo empuja a dedicar su vida entera a liberar, aliviar, sanar, perdonar: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor».
Este programa de Jesús no ha sido siempre el de los cristianos. La teología cristiana ha dirigido más su atención al pecado de las criaturas que a su sufrimiento. El conocido teólogo Johann Baptist Metz ha denunciado repetidamente este grave desplazamiento: «La doctrina cristiana de la salvación ha dramatizado demasiado el problema del pecado, mientras ha relativizado el problema del sufrimiento». Es así. Muchas veces la preocupación por el dolor humano ha quedado atenuada por la atención a la redención del pecado.
Los cristianos no creemos en cualquier Dios, sino en el Dios atento al sufrimiento humano. Frente a la «mística de ojos cerrados», propia de la espiritualidad del Oriente, volcada sobre todo en la atención a lo interior, el que sigue a Jesús se siente llamado a cultivar una «mística de ojos abiertos» y una espiritualidad de responsabilidad absoluta para atender al dolor de los que sufren.
Al cristiano verdaderamente espiritual –«ungido por el Espíritu»– se le encuentra, lo mismo que a Jesús, junto a los desvalidos y humillados. Lo que le caracteriza no es tanto la comunicación íntima con el Ser supremo cuanto el amor a un Dios Padre que lo envía hacia los seres más pobres y abandonados. Como ha recordado el cardenal Martini, en estos tiempos de globalización, el cristianismo ha de globalizar la atención al sufrimiento de los pobres de la Tierra.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Dejemos que Jesús camine esta semana santa junto a nosotros, hagamos que nuestra Jerusalén se transforme en espacio de Salvació.
Para adorar el misterio de un «Dios crucificado» no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos más a los crucificados, semana tras semana.
¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús?
Hoy a quienes viven lejos de él y comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Hay lugar cierto para el amor político. Hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que levantan y rehabilitan al caído para que el bien sea común.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Es esta alegría la que debe caracterizar nuestro modo de proceder para que sea eclesial, inculturado, pobre, servicial, libre de toda ambición mundana".
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
“El pontificado de Francisco, señaló su eminencia Cardenal Rossi, fue un pontificado gestual, porque con sus palabras, pero sobre todo con sus gestos, nos hizo saber que otro mundo es posible",