LLAMADOS A TESTIMONIAR A JESÚS, LUZ DEL MUNDO.

Reflexión Dominical. III Domingo de Adviento

General - Comunidades Eclesiales13/12/2020 Mario Daniel Fregenal
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Siempre el tercer domingo del tiempo de Adviento es llamado de la Alegría. Intentemos descubrir a través del evangelio de hoy en qué consiste esta luminosa alegría a la que estamos llamados.

“Él no era la luz, sino el testigo de la luz”. Nosotros también, como Juan el Bautista, estamos llamados a la misión de dejarnos iluminar, de ser reflejo de quién es la luz del mundo; reflectar al sol que nace de lo alto; ser como la luna, que el único brillo que tiene proviene del sol. Allí reside nuestra más profunda alegría: nuestra misión es don, lejos de todo protagonismo consiste en dejarnos iluminar. Ser “testimonio para que todos crean en él”. Para que la gente mirándonos, no se quede en nosotros, sino que dirija su mirada para ver de dónde proviene nuestro resplandor, nuestra luz. Nuestra vida debe llevar a otros a Jesús, Él hace todo, nosotros sólo debemos reflejarlo. Pensándonos testigos de la luz, ¿qué actitudes nuestras hacen que resistamos, tapemos, ocultemos u opaquemos su luz? ¿Qué de mí está frenando el dinamismo luminoso de Jesús? ¿Qué actuales actitudes mías oscurecen?

Para ser testigo de la luz, para reflejarlo más y mejor, debo usar ropa clara. Conviene que vista las vestiduras blancas de las obras buenas (Ap 19,8), no las oscuras. Así, en la medida que me vean y vean mis obras, la gente glorifique al Padre que está en el cielo (Mt 5, 16).

Creo que la actitud más necesaria y decisiva para ser testigo de la luz, es la cercanía. Cuanto más cerca estoy de la luz, brillo más, la testimonio mejor. Si estoy lejos, por lo menos que tenga la actitud de mirar hacia ella. Su resplandor es tan luminoso que hará brillar mis ojos. Si le doy la espalda y me alejo, viviré en oscuridad siempre. ¿Te sentís lejos de Jesús? ¡Miralo! ¡Él hace el resto!

Pero aquí sucede algo maravilloso: lo hermoso y consolador de todo esto es que también la propia oscuridad es bienvenida. Porque cuanto más oscura anda mi vida, siempre y cuando no tenga miedo y me acerque, mire hacia la luz, voy a ser un excelente testigo de la luz. Lo voy a testimoniar mejor que los 99 justos que son luz en pleno día. Pero es necesario que no me acobarde por mis pecados, ni me avergüence de mis oscuridades ni me aleje de la luz por miedo. Estoy llamado a testimoniar a Jesús, luz del mundo. Incluso si estoy en oscuridad.

“Yo soy una voz que grita en el desierto”. Juan, sabiéndose iluminado por Jesús, se transforma en voz. La voz es personal, es propia, forma parte de mis ‘genuinidades’. Conocemos a una persona por la voz e incluso la podemos sentir triste, apagada, feliz, bien. Una voz revela muchísimo. Iluminados por la luz, primereados por su brillo resplandeciente que llena de luz todas mis cavernas y oscuridades, siendo destinatarios de una iniciativa de amor libre y gratuita, nos comprometemos en ser voz y grito, no podemos callar lo visto y oído. Grito que nace precisamente de sabernos incondicionalmente iluminados, aunque nos sintamos o estemos lejos, ya que su luz es vencedora de tinieblas y lejanías. Porque la iniciativa es siempre Suya. Así sucede siempre. Lo celebraremos en pocos días: los pastores corren a Jesús porque primero fueron iluminados por el ángel. Los magos van a ver al niño porque primeramente los iluminó la estrella. Juan es grito porque antes es testigo de la luz. 

Nuestra misión de ser voz que grita en el desierto es urgente. Hay muchas oscuridades, arideces, sinsentido y muertes a nuestro alrededor. Y nosotros tenemos la luz que testimoniamos, el agua de Jesús que es manantial dentro nuestro; él llena nuestras vidas de sabor y color, y nos hace ser más nosotros mismos para este mundo a veces desértico. ¿Cómo no vamos a correr a gritarlo?

“En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen”, dice Juan Bautista a las autoridades religiosas, refiriéndose a Jesús. La resplandeciente voz que grita en el desierto estaba diciendo y cumpliendo con su misión: anunciar a Jesús, gritarlo, en medio del desierto del desconocimiento de las autoridades religiosas. La vida sin Jesús es desértica, oscura, sin norte, sin señales ni horizontes. Era lo que denunciaba a la embajada proveniente de Jerusalén, que no reconocían en Jesús al enviado, ni lo reconocerán. Para el cuarto evangelista “conocer” no es tanto una actividad intelectual, es “hacer experiencia”. Juan nos puede decir que entre nosotros está Jesús, sin embargo no hemos hecho experiencia de que él camina a nuestro lado. Sólo así -haciendo experiencia suya- podremos reflejar su luz y gritar su Palabra. Jesús lucha codo a codo con nosotros, se hace pan eucarístico para alimentarnos, se hace Palabra para ser gritada, se hace mano tendida que busca servir solidariamente, se hace sombra para consolar a los que están agotados del camino. Él también camina harapiento, maloliente, despreciado, entre nosotros; se hace comunidad con sabor a Reino, se hace fiesta con lugar para todos y todas. Encontrarnos con él es claramente lo mejor que nos puede pasar: nuestros ojos brillan como nunca, nuestra oscuridad se vuelve mediodía, nuestro desierto florece en melodías, nuestro grito se vuelve canción.

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