Jesús es el único que nos toma en serio

"Después de saberse mirada y amada a la vez, como nunca antes; de escuchar esa voz tierna, comprometida y perdonadora, esa mujer jamás pudo volver a caer".

General - Comunidades Eclesiales03/04/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
Encuentro único

El próximo domingo celebraremos el inicio de la semana más santa de todas. ¿Sentís que profundizaste tu amistad con Jesús? ¿Reconocés algún fruto de conversión? ¿Pudiste reconciliarte con eso que te inquietaba? Si no, ¡todavía hay tiempo! ¡Siempre hay tiempo para dejarnos amar! De hecho hoy, quinto domingo de cuaresma, la liturgia nos propone lo verdaderamente decisivo e insoslayable de una sincera conversión: El encuentro personal con Jesús. Convertirse no es cumplir mejor unos preceptos, formarse más para conocer las verdades de fe y obrar en consecuencia; o ejercitarse en el plano moral. Todo eso viene después. Lo necesariamente decisivo, lo primero, que le da sentido y dinamismo a todo lo que mencionamos recién, es el encuentro cara a cara con Jesús, ese que mirándome me ama, y amándome me eleva a una vida más digna y feliz. Si me encuentro con Él, todo cambia felizmente por completo, no me quiero ir más de su lado, y lo siento todo el tiempo acompañándome a cada paso, buscando caminar y amar como Él, a pesar de mis tropiezos y caídas.

Jesús siempre es más, ‘siempre nos queda grande’. Leímos al final del evangelio: “Jesús quedó solo con la mujer que permanecía allí”. Es el escandaloso evangelio de la mujer adúltera, la que es acercada a los empujones a Jesús con la finalidad de "poder acusarlo". Entonces, no importa cómo llegué a Él y cuán pecador soy, o si mi pecado es público y vergonzoso; no importa qué personas o situaciones me llevaron a su encuentro, quizá fue la ‘aparente’ casualidad o algún interés mezquino, o llegué por otras búsquedas, o fui empujado contra mi voluntad; nada de todo eso es tan importante, como mi decisión de dejarme encontrar, contemplar, amar, sanar y salvar por Él. 

Decimos que el evangelio de hoy es por demás escandaloso, porque no vemos que haya arrepentimiento manifiesto por parte de la mujer que se lleva la ‘absolución de Jesús’. El perdón precede al arrepentimiento, pero estamos convencidos que después de ese encuentro, después de saberse mirada y amada a la vez, como nunca antes; de escuchar esa voz tierna, comprometida y perdonadora, esa mujer jamás pudo volver a caer en ese barro, por ella misma, pero también por Él, que la primereó con amor.

Había llegado el final de su joven vida. Mientras la acercaban a ese tal maestro callejero, cuyos discípulos eran personas rudas y, para peor, de Galilea, en un instante se le pasó en imágenes toda su vida. Iba a morir y quizá ella misma lo deseaba, siendo tal la vergüenza y su culpa: ‘No merezco vivir’. Así llega a Jesús, la vida misma en sandalias y buenas noticias. Allí se encontró, incluso en contra de su voluntad, o por lo menos sin haberlo buscado. Delante de Jesús, cerca suyo, esa persona jamás se habrá sentido así de amada. Escuchar esa voz tierna y dejarse absolver por esos ojos que casi suplicándole rogaban “no peques más”, la hizo cambiar para siempre.

Parecieran dos atmósferas simultáneamente en un mismo escenario. De un lado, gritos, violencia, empujones, condena; y del otro enseñanza, ternura, amor perdonador. Como que al llegar a Jesús la violencia se va apaciguando, y toda la escena cargada de agitación comienza a latir al ritmo del corazón amante y comprometidamente compasivo de Jesús. ¡Qué necesario en nuestras broncas y violencias, en nuestras condenas y juicios, acercarnos a Jesús para que nos ensanche el corazón y su palabra nos apacigüe!

La situación no era fácil. No se sabe qué escribió con el dedo, pero hasta quizá podemos pensar que era una manera de ganar tiempo, de desdramatizar la situación, de orar al Padre. Jesús no pensaba en sí mismo, no tenía miedo a la acusación, de hecho, a pesar de reiteradas amenazas continuaba enseñando públicamente en el Templo. Él sabía que la mujer era la excusa en su contra, pero la vida de ella estaba en juego, y por ende, Él estaba preocupado; porque además lo planteado era de difícil solución, la condena ya estaba hecha, y era en contra de una pobre mujer que, como todos nosotros, era pecadora, había tomado una mala decisión pero por ello nadie merece ninguna muerte. Me lo imagino orar al Padre mientras garabateaba: ‘Padre, dame tu luz, ella no puede morir’; y ahí pronuncia la sentencia que le nace de lo más hondo del corazón y que provoca que todos se alejen, uno a uno, comenzando por los más ancianos. ¡Ayudame, Jesús, a ser como ellos y dejar de apedrear!

¿Qué atmósfera habito con mayor frecuencia, la de la violencia y la condena, o la que busca perdonar? ¿Qué tengo en mis manos, piedras o compasión? ¿Me creo superior como para juzgar y apedrear de mil modos a personas pecadoras? ¿Uso la palabra de Dios para salirme con la mía, para trampear, o con segundas intenciones? Mentir, matar, apedrear, hacer guerra, generar violencia, apelando a la Palabra o a alguna verdad no está bien. ¿Yo me hubiera retirado? Dudo, porque conozco el evangelio y sin embargo me la paso cascoteando a los que creo que son pecadores.

“Yo tampoco te condeno, no peques más en adelante”. Jesús es el único que nos toma en serio, que se compromete con nuestra historia. No le dice a la mujer que lo que hizo es una pavada, que todos lo hacemos, que vaya en paz; tampoco la reta severamente haciéndola doler por su pecado gravísimo. Ninguna de las dos actitudes muestran compromiso ni se interesan en verdad por la persona pecadora.

Jesús ama al pecador pero se opone y compromete en contra del pecado.

Jesús se involucra y es claro, no condena, no puede condenar, Él vino para hacernos participar de la fiesta de la vida plena,  en la que nadie se quede afuera; pero tampoco le dice que no pasó nada, que da igual lo que haga porque Dios perdona siempre. Jesús la mira como sólo Él sabía hacerlo, se compromete con ella, y casi suplicando le dice: no peques más, no te arruines, el pecado hace mal siempre, busca tu destrucción, te apoca, entristece, y vos estás llena de regalos para amar y servir, ¡Sos infinitamente amada, y Dios se duele en tus caídas y lo que más desea es que te levantes y ames!,

¡Qué importante es tomar en serio a las personas, comprometernos con ellas de verdad! Muchas veces podemos maquillar nuestra falta de amor por la persona diciendo: ‘déjala, es grande, respetemos su decisión’. Como Jesús estamos llamados a recordarle a la otra persona quién es y para qué está. No me puede dar lo mismo la caída de algún hermano; tampoco puedo condenarlo ni matarlo por lo que hizo. No me puede dar igual que mi hermana o hermano esconda en un pozo su don, ese que lo hará feliz poniéndolo en juego. Que en verdad nos comprometamos con las personas como lo hacía Jesús, y busquemos que todos vivamos reconciliados y felices. 

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