
Estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo.
El prójimo no es el otro, ni siquiera es el herido del camino, no está afuera de mí, no hay un hasta tal o cual, o un hasta dónde. Yo soy el prójimo de todos los heridos que encuentro al costado del camino.
General - Comunidades Eclesiales10/07/2022Este domingo la liturgia nos regala la parábola del buen samaritano, que comienza con la pregunta del doctor de la ley: “¿Qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”. Alguna otra traducción dice en vez de eterna, plena, definitiva, inmortal. Por lo tanto, la pregunta del doctor de la ley sigue atravesándonos, ¿cómo ser feliz de verdad, vivir en plenitud, tener una vida que nada la afecte, ni la muerte? Jesús, Vida con mayúsculas, nos enseñó que la vida definitiva la comenzamos ya aquí, y su receta para obtenerla es la misma que la que Él mismo vivió de pequeño, amando a su Papá bueno, y pasando la vida como hermano de todos. ¡Qué bello resumen! ¡Ser hijo! ¡Ser hermano! Viviendo de ese modo, amando a Dios por sobre todo, haciéndolo parte de nuestras penas y alegrías, celebrándolo presente en medio nuestro, confiando en su ternura, orando lo que nos acontece; y haciendo que ese amor se note en el compromiso con los demás que son mis hermanos y mis hermanas; luchando por la dignidad de todos, abrazando la vida como viene. En fin, tratar a los demás del mismo modo como quisiera que me traten a mí. Allí está la Vida eterna, de ese modo vamos haciéndonos parte de esa vida definitiva que comienza aquí.
¡Lo comprobamos! ¡Cuánta plenitud en una olla compartida! ¡Cuánto cielo en un patio! ¡Cuánto de Dios en una confesión o una charla profunda! ¡Cuánta Vida con mayúsculas en una misión! ¡Cuánto Reino en hogares, Centros Barriales, Cottolengos, Capillas!
Como ve que Jesús no le responde nada que no supiera, el doctor de la ley, “para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: ¿Y quién es mi prójimo?”. Espera que Jesús diga quiénes deben ser objeto de su amor, hasta donde amar, cuál es el límite, de qué manera cumplir mejor este mandamiento de la ley; claramente un samaritano no entraba en su horizonte. En el fondo, el legista también sabe la respuesta. Pregunta para justificarse o a lo sumo para que Jesús, según su modo de ser, priorice como siempre a algunos, ya sean los pobres o a las mujeres o a los publicanos o leprosos. Sin embargo, Jesús sorprende contando en la bella parábola lo que Él hizo siempre, y que lo hace ser más Hijo del Padre: compadecerse, acercarse para curar y hacerse cargo de los heridos del costado del camino, porque son hermanos.
Su parábola es polémica: porque el único que hizo el bien, fue el despreciado samaritano. Los que estaban relacionados al servicio del Templo pasan de largo. Y es que Lucas nos lo dice: al hombre lo habían dejado “medio muerto”; y para el libro del Levítico, cualquier judío que entre en contacto con algún cadáver (a no ser que sea un pariente muy cercano) queda impuro. Éstos, por las dudas, ni se acercan. Vale más la pureza y el culto que la vida del supuestamente prójimo.
Ese templo y esa manera de vivir la ley no les permitían ser hermanos, vivir el mandamiento del amor, ser compasivos como el Padre. En cambio el samaritano, no tiene problemas en apartarse del camino aparentemente correcto y sus obligaciones, para abrazar al herido, hacerse cargo. Por eso, Jesús repregunta: “¿Cuál de los tres se portó como prójimo?”, claramente el que tuvo compasión de él. El prójimo no es el otro, ni siquiera es el herido del camino, no está afuera de mí, no hay un hasta tal o cual, o un hasta dónde. Yo soy el prójimo de todos los heridos que encuentro al costado del camino. No pasa por cumplir un mandamiento externo, sino por ser lo que Dios soñó para mí, ser hijo y hermano, ‘viviendo’ (más que cumpliendo) el mandamiento del amor; y pasar la vida, no dando rodeos; sino como Jesús, conmoviéndose, acercándose, sanando, cargando sobre sí a los heridos de la historia.
El amor tiene que ser una manera de vivir, más que un mandamiento a cumplir. La clave para esto está en la cercanía de corazón, en dejarme afectar por el dolor del otro. Aquí la cabeza, con sus ideas y leyes y prejuicios, tiene que dejar lugar al corazón que ama y busca amar. Por eso me gustó la primera lectura: el mandamiento no está lejos o fuera del alcance; “está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón”. Tengo que conectar con lo más profundo mío, con mi interior donde habita Dios, con ese corazón que siente, para vibrar con el dolor del otro, con su historia y sus heridas.
Desde allí, pensaba estos dos modos de entender la ley, como el regalo que Dios nos da para que vivamos más hermanos y felices, o como una serie de mandamientos a cumplir para lograr la perfección (siempre personal). El buen samaritano, habitado de Dios, vibró con el dolor del otro; por eso nos dice Lucas: “Lo vió (cosa que los dos anteriores también habían hecho pero, en vez de dar un rodeo) se conmovió”, o mejor, se le revolvieron las entrañas; a diferencia de los que, privilegiando el Templo y el culto, se alejaron del amor y la misericordia. Desde allí pienso en las cosas aparentemente buenas, pero que, por no ir a lo profundo, a su espíritu, a su origen, me terminan alejando de los demás. La ley y el templo que eran medio para encontrarse y hermanarse, devino en obstáculo para amar.
Pero pensemos nosotros también, ¿Cuántas cosas, instituciones, pantallas, leyes, estructuras, ritos; hechos en su origen para la vida, para respetarnos, cuidarnos o celebrar; nos pueden alejar del encuentro con el otro y su realidad, con sus heridas, con su historia? Horarios y estructuras lejanos a los pobres. Leyes o rúbricas en las que no entran los dolores de la gente. Ritos en los que se privilegia lo personal por sobre lo comunitario. Pantallas que normalizan y anestesian el dolor y la pobreza. Medios que estigmatizan a los ‘rotos’ o heridos del camino. Cada uno puede agregar sus propios obstáculos para amar a la lista. Pero lo más importante es ir a lo profundo, al corazón habitado de Dios, y así acercarnos a los que nos están necesitando para poder vivir con dignidad; saberlos hermanos, dolernos con ellos, cargarlos, ser prójimos suyos, como Jesús.
Lecturas: /contenido/528/anda-y-haz-tu-lo-mismo
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Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Dejemos que Jesús camine esta semana santa junto a nosotros, hagamos que nuestra Jerusalén se transforme en espacio de Salvació.
Para adorar el misterio de un «Dios crucificado» no basta celebrar la Semana Santa; es necesario además acercarnos más a los crucificados, semana tras semana.
¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús?
Hoy a quienes viven lejos de él y comienzan a verse como «perdidos» en medio de la vida.
Hay lugar cierto para el amor político. Hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que levantan y rehabilitan al caído para que el bien sea común.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado.
Es esta alegría la que debe caracterizar nuestro modo de proceder para que sea eclesial, inculturado, pobre, servicial, libre de toda ambición mundana".
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“El pontificado de Francisco, señaló su eminencia Cardenal Rossi, fue un pontificado gestual, porque con sus palabras, pero sobre todo con sus gestos, nos hizo saber que otro mundo es posible",