Jesús ama los lugares últimos, esos más humildes, donde la vida está más amenazada

Nosotros no podemos ser una Iglesia que anhele los primeros puestos, el brillo y las luces; sino debemos ser una Iglesia humilde, pequeña, cercana siempre a los que sirven, a los que no cuentan, a los que no tienen lugar.

General - Comunidades Eclesiales28/08/2022Mario Daniel FregenalMario Daniel Fregenal
Jesús y los últimos lugares

Si hay una idea que se repite a lo largo de todo el evangelio de hoy, ésta es: “invitación”, más de diez veces. Podríamos decir que Jesús nos invita a un nuevo modo de vivir que, como ya lo había anunciado el domingo pasado, consiste en pasar por la puerta estrecha, despojándonos de lo que no nos hace ser discípulos suyos; compartiendo la vida, la mesa, con los que nada tienen para ofrecer, buscando siempre el lugar menos importante, porque “todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado”. Si el domingo pasado el evangelio concluía con la paradoja de los últimos primeros, hoy profundiza la misma enseñanza. Jesús, invitado a comer en casa de un fariseo importante, al ver cómo todos buscaban los primeros puestos, aconseja: “ve a ubicarte en el último sitio”. Jesús ama los lugares últimos, esos más humildes, donde la vida está más amenazada, pero también es más genuina. De hecho, a lo largo de toda su vida se posicionó siempre del lado de los últimos, esquivando la centralidad de Jerusalén y predicando en aldeas, poblados, periferias. Ya al nacer Lucas nos dice que lo hace en un comedero de animales porque “no había lugar para ellos en la posada”. ¡Cuántas veces habrá escuchado cantar de labios de María que Dios rechaza a los poderosos y enaltece a los humildes. Nuestro Dios, está posicionado con los que ‘siempre quedan afuera’, con los que no tienen lugar, con los últimos. Por lo tanto nosotros no podemos ser una Iglesia que anhele los primeros puestos, el brillo y las luces; sino debemos ser una Iglesia humilde, pequeña, cercana siempre a los que sirven, a los que no cuentan, a los que no tienen lugar.

Hay una palabrita que casi desentona en el evangelio, porque no tiene que ver con la amistad, pero me gustó. “Amigo, acércate más”. El amigo es el que sintoniza, al que uno quiere cerca, con el que se comparte el camino, al que se ama y por el que se es amado; la amistad es gratuita, incondicional. Podemos pensar que, a ese que pasó por la puerta estrecha y se animó a despojarse para elegir el último lugar, precisamente a ese, el que organizó la fiesta le dirá: “Amigo, acércate más”, “sube más”. Como diciendo que esa persona que opta por el camino de Jesús, que asume el lugar de servidor, de entrega, de lavar los pies; que elige el último lugar; esa persona ya lo entendió todo, sabe de qué se trata esta manera de vivir, el evangelio; y aunque esté en el primer puesto, en el más visible, en el de todos los honores, toda su vida estará posicionada cerquita de los últimos, como Jesús. Muchos santos son ejemplo de ello. Nuestro Papa, con su magisterio rico en signos y palabras, también. Como si Jesús dijera a los que deciden caminar con los últimos: ‘Vos sos mi amigo, vos entendés en qué consiste la Buena Noticia del Padre, vos sintonizas conmigo como nadie; vení más arriba así los demás ven de qué se trata el Reino. Vos siempre tenés el corazón con los de abajo y eso te hace feliz. Acercate más, te quiero cerquita mío’.

De hecho el evangelio termina con una bienaventuranza: “Feliz de tí porque ellos no tienen cómo retribuirte”. Los que asumen la decisión de pasar por la puerta estrecha y compartir los últimos lugares, con los más descartados, esos que no tienen cómo devolvernos, o a veces lo único que tienen para retribuirnos es una sonrisa, un ‘gracias’, un ‘que Dios los bendiga’; esas personas decididamente posicionadas con los más desfavorecidos, ya ahora experimentan una profunda felicidad, una vida resucitada, eterna, definitiva, como la de Jesús. Porque hacen propio el estilo de las bienaventuranzas: ser felices haciendo felices a los demás, comenzando por los más pobres, por los últimos, como Dios; una vida de corazón ensanchado, buscando que todas las personas gocen la felicidad del Reino. 

Ese camino provoca en los que se animan a transitarlo una indudable felicidad, nacida en el brillo de unos ojos agradecidos, en un gracias apenas pronunciado, en una mirada que expresa esperanza y nueva oportunidad, en una mateada sincera y profunda con quien la mayoría esquiva.

¡Felices nosotros, cada vez que nos animamos a compartir la vida con ellos!

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